Silvia L. Gil: Precariedad, poder y vida en común |
Desde el estallido de la (mal) llamada "crisis" financiera en septiembre de 2008, nuestra manera de concebir y percibir la precariedad ha cambiado mucho. "La precariedad", explicó Silvia L. Gil, "ha dejado de ser algo excepcional que afecta únicamente a un grupo más o menos reducido de sujetos (ya sea por su condición social o por determinadas elecciones vitales que estos hayan hecho) para pasar a ser la norma neoliberal que rige la vida de una gran parte de los ciudadanos". De este modo, si antes de esa fecha fatídica ser precario podía derivar de una decisión voluntaria que incluso tenía un cierto componente emancipador, ahora se ha convertido en la "lógica aplastante" del neoliberalismo. Una lógica que está propiciando que cada vez más ciudadanos vivan en un estado constante de incertidumbre o que resulte muy difícil poner en marcha experiencias colectivas (y, lo que es aún más importante, sostenerlas en el tiempo). Además, la línea divisoria entre la precariedad y la exclusión es cada vez más estrecha y la posibilidad de que alguien que se encuentra en una situación precaria caiga en una situación de exclusión es muy alta. Se han ido así formado dos grupos sociales claramente diferenciados: quienes tienen garantizado el acceso a unos cuidados dignos ("y por cuidados dignos entiendo los necesarios para sostener la vida cotidianamente") y quienes no lo tienen (la inmensa mayoría de los ciudadanos). Una diferenciación que, según Gil, está directamente vinculada a una desigualdad de índole estructural. O dicho con otras palabras, "a una desigualdad que es inherente al modelo socio-económico en el que estamos inmersos, en la medida en que dicho modelo no tiene la vida como una prioridad". Por tanto, para tratar de acabar con esa diferenciación tenemos que ser capaces de cambiar el sistema por completo, no basta con reformarlo. En este sentido, la autora de Nuevos Feminismos. Sentidos comunes en la dispersión considera que es fundamental que empecemos a pensar la precariedad en relación tanto con la problemática del poder como con la problemática de la vida en común. "En relación a la problemática del poder", señaló, "porque, como ya he comentado, parece claro que nuestra concepción y percepción de la precariedad ha cambiado por el paso de un modelo social organizado en torno a una estructura estatal sólida a un modelo mucho más flexible que, poco a poco, ha ido quedando completamente dominado por la lógica mercantil. Y en relación a la vida en común porque, en el fondo, cuando hablamos de precariedad lo que estamos haciendo es mostrar nuestra preocupación por el progresivo proceso de descomposición del lazo social y de desmantelamiento de lo público". Hay que tener en cuenta que gran parte de las prácticas y experiencias activistas más interesantes y potentes de las últimas décadas surgen en contestación al "poder biopolítico" que emana del modelo de organización social basado en la existencia de unas estructuras estatales fuertes. Un poder que establecía unos límites muy claros y estrictos entre lo normal y lo anormal, lo válido y lo no válido, lo productivo y lo improductivo, lo sano y lo patológico... Según Silvia L. Gil, a través de su reivindicación de la diferencia, estas prácticas no sólo consiguieron dar visibilidad a colectivos que habían sido sistemáticamente marginados y estigmatizados, sino que también lograron evidenciar que la normalidad no es algo natural, sino una construcción social. En el Estado español, estas prácticas comenzaron a desarrollarse en la segunda mitad de los años ochenta (que es cuando el movimiento transexual empezó a organizarse y aparecieron los primeros colectivos de lucha contra el sida) y en ellas encontramos referencias no solo al pensamiento de Michel Foucault, sino también a la filosofía del deseo de Gilles Deleuze y Félix Guattari quienes en libros como El Anti-Edipo o Mil mesetas aseguraron que nuestra sociedad está atravesada por "fuerzas deseantes" que el capitalismo ha capturado y que es necesario liberar para poder iniciar un verdadero proceso de transformación social. Pero en la actualidad, en vez de ese poder biopolítico/disciplinario que aplasta e invisibiliza las diferencias, lo que existe es un poder que propicia un progresivo y cada vez más devastador proceso de desestructuración de lo social. Un proceso que, según Silvia L. Gil nos obliga a repensarlo todo y que, a su juicio, se sostiene sobre tres grandes ejes. En primer lugar, la extensión de la sensación de incertidumbre (tanto a nivel material como afectivo) que no solo está provocada por la flexibilización del mercado laboral sino también por el desmantelamiento de lo público (que durante muchos años ha funcionado como "colchón social") y, aunque se suele mencionar menos, por la dificultad para generar relaciones (formas de vida, proyectos políticos...) que pongan en el centro el compromiso. En segundo lugar, la normalización y mercantilización de la ruptura y de la transgresión. De hecho, en esta nueva fase del capitalismo se nos obliga a ser cada vez más originales, a estar constantemente superándonos y reinventándonos. La diferencia ya no se ve como un handicap sino, por el contrario, como algo de lo que también se puede hacer negocio (obtener plusvalías). Y en tercer y último lugar, el ideal de independencia que, a su vez, se articula en torno a tres premisas fundamentales: la vida es, ante todo, un proyecto individual que nada tiene que ver con la experiencia colectiva; la conciencia individual debe bastarse a sí misma para "ser y hacer"; y las personas tienen que ser física y psíquicamente autosuficientes. A juicio de la co-autora de Desigualdades a flor de piel: las cadenas globales de cuidados, este ideal de independencia se fundamenta en una negación de los "vínculos primarios que unen unas vidas con otras" y en una invisibilización de todo el complejo entramado de "trabajos de cuidados que permite que la vida se sostenga". Y dicha negación e invisibilización se consigue a través de la articulación de tres lógicas estructurales: una lógica heteropatriarcal que construye a hombres y mujeres como opuestos y complementarios (adjudicándoles tareas materiales y simbólicas claramente diferenciadas), una lógica capitalista que sitúa la dimensión mercantil en el epicentro (desvalorizando todo lo que queda fuera de ella) y una lógica relacional que niega la vulnerabilidad de los cuerpos y la necesidad de interdependencia. En esta nueva coyuntura, la afirmación de la diferencia deja de tener la potencialidad subversiva que poseía antes, pues la lógica neoliberal, como ya hemos venido apuntando, ha conseguido transformar la transgresión y la ruptura en una oportunidad para crear nuevos nichos de negocio. Entonces, ¿qué podemos hacer para que la reivindicación de la diferencia no redunde en indiferencia" y vuelve así a recobrar su potencialidad transformadora? Pues, a juicio de Silvia L. Gil, lo primero que habría que intentar es "recuperar el espacio de lo común" que el neoliberalismo ha sustraído de la vida y ha puesto al servicio del mercado. "Eso fue lo que hizo el 15M", subrayó. "Primero se recuperaron las plazas, porque había una intuición generalizada de que teníamos que estar todas y todos a una. Y, solo después, cuando ya se había conquistado ese espacio común, se empezaron a visibilizar y a poner en diálogo las diferencias". En este sentido, Gil considera que se vuelve clave la pregunta por lo común, un concepto que, en su opinión, tenemos que hacer un esfuerzo por pensar en toda su complejidad, ya que, con demasiada frecuencia, se da por sabido su significado y este tiene aristas y derivadas que no se pueden ni deben obviar. De hecho, ella casi prefiere utilizar la expresión de "vida en común", "pues creo que es necesario concebir lo común no como algo abstracto, sino como algo que forma parte de la vida, que está directamente vinculado con nuestra experiencia cotidiana". En su opinión, es necesario abordar la cuestión de lo común (de la vida en común) desde, al menos, dos enfoques o puntos de vista: Por un lado, desde el punto de vista de su contenido y de su organización: ¿cómo podemos defender los bienes materiales -agua, tierras, recursos energéticos...- que están siendo privatizados?, ¿qué tenemos que hacer para favorecer la libre circulación de los bienes inmateriales? y ¿cómo tenemos que (auto)organizarnos para salvaguardar y potenciar la vida en común? A este respecto, Silvia L. Gil señaló que es fundamental que empecemos a reflexionar de forma colectiva en torno a cuestiones tan concretas como qué trabajos son socialmente necesarios y cuáles no, cómo habría que organizar las tareas de cuidados "para que no recaigan siempre en los mismos colectivos" o qué es lo que realmente necesitamos y deseamos ("pues para construir una vida digna en condiciones de igualdad debemos tener en cuenta no solo cuáles son nuestras necesidades, sino también cuáles son nuestros deseos"). Y por otro lado, desde un punto de vista filosófico. Es decir, tenemos que pensar con detenimiento y rigurosidad cuál es la base teórica y conceptual sobre la que debe sustentarse el proyecto de lo común (de vida en común) que queremos promover. En este sentido, Gil cree que hay que comenzar a ver la precariedad no (o no solo) como una condición social vinculada a una coyuntura histórica específica, sino como una especie de "condición ontológica" del ser. Hay que tener en cuenta que el ser no es algo dotado de una identidad fija y estable, sino una entidad en continuo proceso de mutación "que está atravesado por todo lo que no es él". O, como lo define Judith Butler partiendo de Hegel, es un sujeto "extático" que está obligado a salir constantemente de sí mismo, que está atravesado desde el principio por la diferencia. A partir de esta idea de que la precariedad es una "condición inacabada del ser" y de que este no puede ser entendido como una totalidad, surge lo que la autora de Nuevos Feminismos. Sentidos comunes en la dispersión describe como una "ontología de la vulnerabilidad y del inacabamiento". Una ontología que, bajo su punto de vista, "ataca las bases más profundas del ideal de independencia": por un lado evidencia que los seres humanos somos sujetos interdependientes que necesitamos a los otros, física y psíquicamente, desde que nacemos hasta que morimos; por otro lado plantea que del imperativo ontológico "de estar constantemente expuestos al afuera", podemos extraer una potencia, pero es algo que también nos erosiona, que nos deja marcas y nos puede dañar (y, a su juicio, esto demuestra la imposibilidad fáctica del mantra neoliberal de que podemos superarnos ilimitadamente). Según Silvia L. Gil, esta ontología de la vulnerabilidad y del inacabamiento nos hace ver también que nuestra defensa de lo común (de la vida en común) no debe conllevar una reivindicación de una comunidad fuerte, identitaria (un modelo "utópico" de comunidad que a menudo nos imaginamos idealizando un pasado inexistente en el que no había desestructuración social). "Por el contrario", subrayó, "se trataría de abogar por una noción de lo común que asuma e incorpore la tensión entre lo singular y lo colectivo (porque es necesario pensar lo común desde la diferencia); que no niegue los conflictos y las contradicciones (dos problemas a los que, de un modo u otro, nos vamos a tener que enfrentar); y que tenga en cuenta que es el proceso de generar lo común -un proceso en el que nos exponemos a los demás y por el que dejamos de ser lo que somos para convertirnos en otra cosa- el que forma a los individuos y no al revés1".
Ya en la fase final de su intervención, Silvia L. Gil habló de cuáles son los principales rasgos que, en un momento como el actual ("cuando la precariedad se ha convertido en la norma que rige lo social y el poder no solo no excluye las diferencias sino que hace de la ruptura una constante"), tienen las luchas e iniciativas que pueden contribuir a cuestionar y desmontar las estructuras políticas hegemónicas. Por un lado, son luchas que ponen en el centro la cuestión de la vida y que parten siempre de problemáticas específicas (no de un programa ideológico pre-establecido), careciendo, por tanto, de una visión teleológica y/o transcendental. El reto es ver cómo, partiendo de esa especificidad, son capaces de integrar e incorporar dentro de sí mismas algo de lo universal; un reto que, según Gil, han logrado superar movilizaciones como las de la Marea Blanca o la Marea Verde que no se han limitado a defender los derechos de los profesionales sanitarios y educativos, sino que han puesto en el centro la reivindicación de que todas y todos tenemos derecho a tener una educación y una sanidad pública de calidad. Por otro lado, son luchas que están más vinculadas a lo emocional que a lo ideológico. "En ellas", aseguró Gil, "es más importante lo que se siente que lo que se piensa..., porque quienes acuden a intentar frenar un desahucio, no se preguntan a qué partido han votado las personas que van a ser desalojadas de sus casas. Simplemente les parece injusto y saben (o, mejor dicho, y sienten) que deben estar a su lado". Finalmente, son luchas a las que cualquiera se puede sumar y en las que se huye (o, al menos, se intenta huir) de una lógica representativa, de modo que personas con trayectorias vitales y principios políticos muy dispares terminan sintiéndolas como propias. A juicio de Silvia L. Gil, las luchas contra el sida que emergieron a finales de los años ochenta y principio de los noventa del siglo pasado ya anticiparon estas nuevas formas de politización (y, por tanto, constituyen una clave fundamental para pensar la política hoy). En primer lugar porque no partían de presupuestos ideológicos concretos ni de posicionamientos identitarios cerrados. En segundo lugar porque a través de una problemática específica, lograron cuestionar el "orden general", evidenciando que las estrategias normalizadoras que distinguen entre cuerpos aptos y no aptos (entre cuerpos sanos y enfermos) provocan numerosas situaciones de discriminación y desigualdad. Y en tercer lugar porque, al poner en el centro del debate nuestra condición (ontológica) de seres mortales y vulnerables, consiguieron hacer de la enfermedad (de la debilidad corporal, de la fragilidad y precariedad de la vida) un "arma", una herramienta con una paradójica pero extraordinaria potencialidad política.
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