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Intervención de Rodrigo Fresán |
Cuando nos interrogamos por el futuro del libro, ¿no estaremos, en realidad, preguntándonos por cómo será el "libro del futuro"? El escritor y periodista argentino Rodrigo Fresán, autor de novelas como Mantra, Jardines de Kensington o El fondo del cielo, cree que, en gran medida sí y que ese desplazamiento más o menos velado e inconsciente del foco de la pregunta se produce porque tenemos tendencia a pensar más en el "envase que en el contenido". De hecho, a juicio de Fresán, el libro -como concepto, no como objeto- tiene el futuro garantizado. Incluso se atrevería a decir que su soporte tradicional (es decir, el libro en papel) corre mucho menos peligro de extinción que los artefactos tecnológicos ya existentes que se postulan como sus sucesores, pues estos últimos pronto serán reemplazados por otros similares y lo más seguro es que dentro de unos pocos años casi nadie se acuerde de ellos. Quizás, según Rodrigo Fresán, el problema está en que los seres humanos no podremos poseer nunca la inteligencia de los "tralfamadorianos" (la raza extraterrestre de la novela Matadero cinco que publicó el escritor estadounidense Kurt Vonnegut en 1969), cuyos libros están compuestos por "conjuntos de símbolos separados por estrellas", cada uno de los cuáles describe una determinada situación o escena, sin que haya una relación directa o lineal entre ellos ("son libros sin principio ni final, sin suspenso ni moraleja, sin causas ni efectos"). Los habitantes de Tralfamadore leen esos conjuntos de símbolos a la vez, no uno detrás de otro, y eso produce, escribe Vonnegut, una "imagen de la vida que es hermosa, sorprendente y profunda". Los modernos lectores electrónicos podrían concebirse como los "equivalentes presentes y terrestres" de los libros tralfamadorianos, pero según Fresán, no gozan de su "lirismo epifánico" y aunque, a priori, han sido diseñados para facilitar y acelerar la experiencia de la lectura, su efecto es, a menudo, el contrario: "lo que hacen es quitarnos las ganas de seguir leyendo". Hay que tener en cuenta que por muy complejos y sofisticados que sean estos aparatos, el sujeto contemporáneo lee a la misma velocidad que leía Aristóteles. "Es decir", explicó el autor de Mantra, "las máquinas son cada vez más veloces, pero nosotros no. Y ciertamente creo que el libro de papel se adapta mucho mejor a nuestro ritmo". No deja de ser paradójico que aunque estos aparatos son capaces de almacenar un número de libros que jamás alcanzaremos a leer, lo (casi) único que hacemos con ellos es, en palabras de Fresán, "mirarlos, tocarlos, amarlos, igual que alguna vez amamos el automóvil, con ese amor que sólo piensa en el próximo modelo, en el último modelo que nunca será el último, con esa impostura yonqui del que de pronto se descubre más adicto a la jeringa que a la droga". Según Rodrigo Fresán, en la actualidad estamos viviendo uno de esos "fascinantes momentos bisagras" que tiene la historia de la humanidad, "para algunos lo que suena es el quejido de una puerta que se cierra, mientras que a otros ese mismo sonido les parece el susurro de una puerta que se abre". Son tiempos complejos y convulsos en los que nos encontramos tanto a "editores excitados por una nueva génesis de la literatura más de cinco siglos después de Gutenberg" como a "editores deprimidos porque sienten que es a ellos a quienes les ha tocado sufrir el apocalipsis", tanto a "lectores que no leen pero que están orgullosos de poder almacenar dos mil libros en el lector electrónico que llevan en su mochila" como a "lectores que han leído dos mil libros y que tiemblan cuando piensan en esa próxima mudanza que al final siempre llega". El autor de El fondo del cielo confiesa que él, por más que lo intenta, no es capaz de encontrarle ventajas a los libros electrónicos. Carecen de cubierta y de volumen; no se puede hacer que sus autores nos los firmen, ni pedir o dejar prestados; dependen por completo de un recurso energético, la electricidad, que no está garantizado y no sirven para que si alguien nos invita a entrar en su casa, nos hagamos una idea de la personalidad de nuestro anfitrión con tan sólo echar un vistazo a su biblioteca. Además, es imposible que en uno de ellos nos topemos con una vieja foto o con una anotación críptica que de repente haga que lo veamos y sintamos "como algo nuestro y nada más que nuestro". En cualquier caso, Fresán cree que la emergencia y expansión de estos aparatos no supone un peligro para la supervivencia de la "alta literatura", pues "siempre habrá una feliz resistencia leyendo a Tolstoi, a Proust, a Joyce, a Foster-Wallace...". Sin embargo lo que a su juicio sí está propiciando es una disminución de la calidad de un tipo de producto literario, el bestseller, que entronca con la amplia tradición de la literatura popular y de entretenimiento. Para comprobarlo, aseguró, basta y sobra con comparar, por ejemplo, las novelas de la saga Crepúsculo de Stephenie Meyer con las Crónicas vampíricas de su compatriota Anne Rice. O cualquier libro superventas contemporáneo con las obras que realizaron escritores como Irving Wallace, Morris West o Leon Uris. Hay que tener en cuenta que hace veinte, treinta o cuarenta años los bestsellers a menudo funcionaban como una especie de trampolín que permitía que sus autores (y sus lectores) tomaran impulso para poder acometer empresas literarias más exigentes. "Pero en la actualidad", precisó Fresán, "los bestsellers, como máquinas rotas o completamente funcionales en su solipsismo, sólo conducen a otros bestsellers ". A su juicio, esta dinámica endogámica se hace especialmente evidente en el ámbito de la literatura infantil y juvenil. "Yo no dudo de que, como se encarga de recordarnos periódicamente un coro de voces virtuales, haya millones de niños y adolescentes devorando páginas y páginas de libros", señaló el autor de Jardines de Kensington. "Pero lo que ese coro de voces no nos dice (o no nos quiere decir) es que leen una y otra vez lo mismo". De la academia para niños magos (las novelas de Harry Potter) pasan a la escuela de secundaria para vampiros enamorados (la ya citada tetralogía de Crepúsculo) y de ahí a descafeinadas distopías futuristas pobladas por adultos malvados que exprimen y explotan a jóvenes incautos e inocentes, como Los juegos del hambre o Puro1. Aunque no se considera ni mucho menos un ludita ("no entiendo a los escritores que continúan entonando loas a la máquina de escribir mecánica o a la pluma de ganso"), Rodrigo Fresán reconoce que adquirir y leer un libro en papel le sigue resultando mucho más estimulante que adquirir y leer un libro en un lector electrónico (expresión que, por otra parte, no le gusta utilizar, ya que, a su juicio, "lector" es el sujeto que lee, no el soporte sobre el que lo hace). En este punto de su intervención, Fresán aseguró que la constatación de que demasiado a menudo el interés por el contenido queda relegado a un segundo plano (pues lo que realmente se desea es el soporte en el que dicho contenido se inserta) y de que, como nos advierte Nicholas Carr en su polémico libro Superficiales, haya una correlación entre el incremento de la potencia almacenadora de nuestros cerebros externos y la disminución de la capacidad de memoria de nuestros cerebros internos, le lleva a pensar que lo que está sucediendo es que el "animal lector ha alcanzado su cenit evolutivo y rebota ahora contra la cúpula de su perfección, hacia una suerte de involución disfrazada de mutación high-tech". Porque, como comentaba Carr en una entrevista que publicó el diario El País, para poder leer libros el ser humano "ha tenido que entrenarse duramente", desarrollando su capacidad de concentrarse en una sola cosa, una habilidad mental de la que carecía siglo atrás. Y, de algún modo, Internet, al alentar la multitarea e incitarnos a buscar lo breve y lo rápido, está provocando que perdamos esa habilidad. Recientemente la revista Science publicó un artículo titulado El Efecto Google en el que Betsy Sparrow, psicóloga y profesora de la Universidad de Columbia (Nueva York), explicaba los resultados de una investigación que había dirigido sobre las "consecuencias cognitivas" de tener tanta información en "la punta de nuestros dedos". En este artículo, Sparrow asegura que nuestra capacidad de retener datos y almacenar información se ha reducido de forma considerable porque sabemos que disponemos de una "memoria externa" -Internet- que puede hacer ese trabajo por nosotros. De hecho, su equipo descubrió que la mayoría de las personas que participaron en la investigación que llevaron a cabo, cuando no sabía la respuesta a una pregunta, automáticamente pensaba en recurrir a un ordenador o a un dispositivo móvil con conexión a Internet para buscarla. "Y lo que es más inquietante", subrayó Rodrigo Fresán, "al cabo de una horas esas personas casi siempre recordaban a la perfección cómo y dónde habían encontrado la información que buscaban, pero no cuál era la información que habían estado buscando. (...) Algo parecido a saber que se viajó en avión, pero no en qué lugar se aterrizó, ni qué fue lo que allí se hizo y deshizo". Ya tres décadas antes, el psicólogo canadiense Daniel Wegner habló de la existencia de una interdependencia cognitiva que explicaba que, por ejemplo, en una pareja uno de los miembros memorizara las fechas de cumpleaños de todos los familiares, mientras el otro se acordaba siempre de cuáles eran las fechas de vencimientos de los impuestos que tenían que pagar. Ahora, si nos atenemos a las conclusiones del estudio de Sparrow, Internet ha asumido ambas funciones, como si fuera el tercer lado de un triángulo amoroso. "Y quizás llegará un día", advirtió Fresán, "en el que acudamos a Google para que, con un click, nos recuerde, por favor, dónde cuernos fue que dejamos y perdimos a nuestros pequeños hijos". Teniendo en cuenta cómo está evolucionando nuestra forma de relacionarnos con la experiencia de la escritura y de la lectura, Rodrigo Fresán considera que, en vez de quedarnos a medio camino, lo mejor sería dar un paso más y, ya puestos, aprovechar las posibilidades que nos brindan las nuevas tecnologías para fabricar y comercializar no sólo libros electrónicos, sino también "escritores electrónicos". "Lo que propongo", explicó Fresán en la conclusión de su ponencia, "es que los lectores, ya sea por vía oral o intravenosa, a través de un supositorio o con el injerto de un chip, puedan acceder directamente a la mente de un escritor y experimentar de cerca lo que éste siente, sus dudas y temores, sus depresiones y sus intensos pero fugaces momentos de euforia... Puedo imaginar a todos esos lectores-consumidores ávidos de novedades tecnológicas sonriendo en un primer momento y casi enseguida emitiendo gritos de terror. Bienvenidos a la literatura. Quién sabe, tal vez a partir de esa experiencia empiecen a tratar con mayor respeto a los libros y al abecedario".
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