Líneas de investigación
Proyectos en Curso
Proyectos Anteriores


Intervención de Teresa Moure |
Moure es consciente de que existe un amor fetichista por el objeto físico que tradicionalmente ha sido el soporte de las obras literarias. Es ese fetichismo el que propicia que en un momento en el que el sentido común nos invita a decrecer, a controlar y limitar el uso que hacemos de los recursos del planeta, se siga considerando razonable que en un Estado como el español cada municipio de más de cinco mil habitantes deba disponer de una biblioteca pública, un precepto normativo que bajo su punto de vista demuestra que el amor al libro es, ante todo, un "amor burgués". Un amor que otorga "prestigio social" hasta el punto de que se llegue a ver con buenos ojos la tendencia a adquirir y acumular libros de forma compulsiva, algo que, en realidad, podría interpretarse como una variación más del síndrome de Diógenes. Sin duda, no todo está en los libros ("aunque con frecuencia parezca que no queramos darnos por aludido") y demasiadas veces los adictos a la literatura terminan siendo personas ensimismadas que se refugian en quimeras para huir de las miserias de lo cotidiano. Pero según Teresa Moure, autora de novelas como A xeira das árbores, Herba Moura o Benquerida catástrofe, eso no implica que el amor obsesivo a la lectura y a la escritura deba concebirse únicamente como "un reservarse de actuar". A menudo también sirve para cuestionar las reglas, para suscitar una reflexión crítica en torno a la verdadera "naturaleza de la sociedad que palpita tras las normas". En cualquier caso, Moure cree que no tiene sentido reclamar que la literatura posea una utilidad específica, "porque finalmente la literatura no sirve para nada, ni tiene porqué hacerlo (...), no se come, no se puede colgar de una pared para ostentar riqueza, no genera patentes ni deja una impronta notoria en el PIB (...). Al igual que las caricias o el arte, [la literatura] es un lujo, una provocación, una promesa de algo posterior y más intenso". En este sentido, Moure precisó que si aún mantiene una cierta actitud de recelo ante el fututo cibernético que se nos avecina es porque el libro, a pesar de sus limitaciones, se ha hecho accesible en las últimas décadas a todas las clases sociales y nada garantiza que los soportes que ocupen su lugar no vayan a ponerse al servicio de fines menos democráticos.
Según Moure, si la lengua gallega aún pervive es porque el "proletariado campesino y marinero" de esta "nación sin Estado" se ha esforzado por conservarla, pero ella cree que ese esfuerzo habría resultado infructuoso si dicho proletariado no hubiera contado con la ayuda de numerosos escritores que, aunque a menudo parece que se olvida, también forman parte de eso que solemos llamar "pueblo trabajador". "Sin la valentía de Rosalía de Castro y de algunas personas más que la fijaron por escrito, sería muy difícil que hoy viésemos nuestra lengua como algo distinto de un dialecto de andar por casa", aseguró Moure. Hay que tener en cuenta que los gallegos sólo empezaron a tomar conciencia de su "perfil diferenciador" cuando vieron su habla -a la que históricamente se ha intentado deslegitimar calificándola de "rural y torpe"- en letras impresas. "Eso alimentó nuestro orgullo y nos dio impulso para volar alto". A pesar de que cree que la posible desaparición del libro en papel (o su conversión en algo cada vez más excepcional, en un especie de objeto de culto, como lo es ya, por ejemplo, el disco de vinilo) no va a suponer una transformación de lo esencial de la literatura, Teresa Moure es consciente de que el desarrollo de la tecnología digital y todo lo que lleva aparejado está teniendo unos efectos sobre la experiencia de la escritura y de la lectura que no pueden ni deben obviarse. Por ejemplo, está propiciando una "ruptura del aura de la autoría", como refleja de forma especialmente elocuente el fenómeno de los blogs. O, más exactamente, un cuestionamiento de la profesionalización del oficio de escribir. "Asunto bastante peliagudo", en palabras de Teresa Moure, pues, a su juicio, querer vivir de la literatura sería una aspiración políticamente defendible en un contexto en el que "los albañiles, las carpinteras, los electricistas y las enfermeras también pudiesen liberarse de su trabajo y consagrarse a actividades creativas". "Pero mientras no llegue la revolución", añadió, "justificar esa aspiración resulta más complicado". Por otro lado, no podemos olvidar que para poder vivir de la literatura hace falta crear un público y en ese proceso el escritor corre el peligro de terminar convirtiéndose en un bufón que, como tal, no puede reírse abiertamente de quien le da de comer. "Y la literatura, que no sirve para nada (ni tiene porqué hacerlo), tampoco debería servir a nadie", subrayó.
Aunque no tiene nada contra las máquinas -convive con ellas sin problemas e incluso estaría dispuesta a implantarse una válvula artificial si una dolencia lo requiriese- Moure cree que, en lo que respecta a la cultura en general y a la literatura en particular, el capitalismo ha encontrado en la tecnología un poderoso aliado. Hay que tener en cuenta que ésta se utiliza, ante todo, para generar productos culturales autocomplacientes, efectistas y superficiales, "espectáculos dulces", en palabras de la autora de Benquerida catástrofe, que no demandan ningún esfuerzo intelectual o emotivo por parte de los espectadores y que, por eso mismo, una vez son procesados (o, más exactamente, consumidos) se desvanecen sin dejar ninguna huella. Más que en una gran biblioteca, como soñaba Borges, Teresa Moure piensa que el mundo se ha convertido en una especie de gigantesco "cerebro electrónico", como vaticinaba David Cronenberg en su película Videodrome (1983); o quizás, en un "juego de virtualidades", como aventuraba el cineasta francés Bertrand Tavernier en La muerte en directo (1980) o, más recientemente, los hermanos Wachowski en la trilogía fílmica Matrix. A su juicio, frente a la diversidad de cosmovisiones que transportan las lenguas, "el computador evoca un estado de entendimiento universal extremadamente reduccionista". Y eso, en cierto modo, está provocando un empobrecimiento narrativo y discursivo. Por ejemplo, Moure ha detectado que cada vez más lectores interpretan lo que un autor escribe en primera persona como material autobiográfico, un malentendido que probablemente nunca se producía cuando en la Edad Media se escuchaban los cantares de ciego. La evolución que está experimentando la cultura puede hacernos dudar del futuro del libro y de conceptos y espacios que tradicionalmente han estado asociados a este objeto como las librerías, las bibliotecas o la ya citada noción de autoría. Pero Teresa Moure se resiste a hacer una interpretación apocalíptica de esta situación. Sobre todo porque sigue confiando en el potencial creativo -a menudo, incluso subversivo- de la lectura, una actividad que permite "transformar el conocimiento de otros en conocimiento propio", que nos ayuda a "amasar las experiencias y los saberes de los demás para hacerlos nuestros".
Si la literatura no quiere convertirse en una institución ensimismada y acomodada, en una herramienta al servicio del poder y de la construcción de hegemonía, en un mero divertimento narcotizante; si la literatura, en definitiva, quiere conservar su autonomía y su potencialidad crítica, no puede adormecerse, tiene que "sacudirse el polvo" y abordar con valentía y audacia las profundas transformaciones que está propiciando la nueva cultura digital (unas transformaciones que afectan tanto a la definición de lo literario como a la propia experiencia de la lectura y de la escritura). Y en ese proceso, señaló Teresa Moure en la fase final de su intervención, no puede ni debe dejar de lado los textos que se están produciendo más allá del libro, pues también muchos de ellos generan esa "electricidad que nos recorre la espalda" y que "nos deja en cueros" al encontrar, "plasmada en palabras, una sensación íntima e inefable que, de pronto, se revela como un territorio compartido por otros seres humanos".
|