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Umbrales de la crítica, por Willy Thayer Morel |
En el ritual, las palabras y los gestos no emanan de una voluntad individual, sino que canalizan lo que otras fuerzas y poderes dictan, y por ello deben reproducirse tal y como se reproducen, aunque resulte críptico e incomprensible. El ritual proscribe la actitud reticente, el escepticismo, la mirada suspicaz. Sólo admite, como dice Jean Starobinski en La relación crítica, "practicantes devotos según distintos grados de iniciación". Cualquier distanciamiento abre un tiempo sacrílego, y hace que se instaure una división entre escena y platea (entre acontecimiento y mediación, entre presencia y representación...). Es decir, hace que irrumpa el teatro. En este sentido, Willy Thayer, profesor titular de Filosofía y Estética en la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación de Chile, recordó que el término griego "theatrón" alude al momento en que un público contempla una acción a distancia, "de modo que ese público es ya un punto de vista respecto a dicha acción". Nos habla, por tanto, "del desdoblamiento voyeurista de una instancia en la que al ritual le brota un vector exhibitivo que lo precipita fuera de sí y que, a la vez, lo devuelve a sí, pero ya no en la inmediatez de su acontecimiento, sino mediado en una representación". Tradicionalmente, en el orden del teatro, la crítica se ha alojado fuera del escenario, lejos del espectáculo, al otro lado del foso. A su vez, este último ha funcionado como un elemento que, por un lado, remarcaba la autonomía de la puesta en escena y, por otro, señalaba sus márgenes, su exterioridad. Es decir, el foso siempre ha sido una frontera que separaba el escenario de la platea (y a los actores de los espectadores), pero que, al mismo tiempo, posibilitaba que se traspasaran cosas de un espacio a otro. O, dicho con otras palabras, ejercía tanto de muralla como de puente, tanto de barrera como de pasarela. En su célebre texto Alegoría de la caverna, Platón recurre a una narración metafórica para hablar del "gobierno de los cuerpos", de las consecuencias penales, teológicas y lógico-morales de elegir una perspectiva u otra para observar lo que nos rodea, planteando la necesidad de fijar "la dirección correcta de la mirada" (y con ello del cuerpo), de establecer un "principio" que nos permita ordenar, jerarquizar y dar sentido a los movimientos y lugares. El reverso de esta apología del gobierno de los cuerpos se expresa a través de la pregunta "¿cómo no ser gobernados?" que, según Michel Foucault, se encuentra en el origen de lo que él denomina la "actitud crítica". Pregunta que a la vez que manifiesta una desconfianza hacia las "artes de gobernar", termina propiciando el desarrollo de éstas, pues lo que lleva a formularla es la aspiración de "no ser gobernados para gobernar, de no estar sujetos para constituirse como sujetos". Ya Aristóteles planteó que la crítica sólo tiene lugar cuando lo que se cuestiona son los límites de un campo o disciplina, el "marco" que rodea y hace posible un conocimiento más que el conocimiento en sí mismo. Según Clement Greenberg, en el ámbito de la filosofía fue Kant quien llevó a una concreción ejemplar esta premisa -pues en vez de tratar de añadir más conocimiento al conocimiento, decidió analizar las condiciones de posibilidad del conocimiento mismo-, y en el ámbito de la pintura, Édouard Manet. A juicio de Greenberg, la crítica hace visible algo invisible. Por ejemplo, en el caso de las artes visuales, nos hace ver los sobrentendidos, las relaciones de producción, la trama de juicios y prejuicios que posibilitan que la pintura (la escultura, la fotografía, la performance...) ocurra. Y, de ese modo, nos coloca ante sus límites, nos lleva a reflexionar sobre su función social y sus posibles instrumentalizaciones. Walter Benjamin considera que esta operación de visibilización supone una "apertura del verdadero estado de excepción". Para Kant, la crítica se opone al dogmatismo que el autor de Observaciones sobre el carácter de lo bello y lo sublime entiende más como "la aplicación incauta de condiciones, formas, marcos, cavernas, clausuras imprevistas" que como "la afirmación intransigente de una opinión, juicio o doctrina". En este sentido, lo que la crítica debe combatir es la "caverna pre-judicativa y pre-doctrinaria" que obliga a decir y hacer las cosas de determinada manera, sin que ni siquiera seamos consciente de esa imposición. No se debe dirigir, por tanto, contra una doctrina concreta, sino contra el "dominio general", contra el conjunto de suposiciones, conjeturas y prejuicios que estructuran y limitan el pensamiento, posibilitando que emerjan discursos dogmáticos. En la misma línea pero desde otra perspectiva, Roland Barthes planteaba en su ensayo Lección inaugural que la lengua se define menos por lo que permite decir que por lo que obliga a decir, y que por ello, se puede describir como una forma de fascismo (pues éste se caracteriza por obligar a decir las cosas de una determinada manera). A juicio de Barthes, sólo puede haber libertad fuera del lenguaje que él concibe como una manifestación del poder. El problema es que el lenguaje, como forma de poder que es, no tiene exterior, por lo que lo único que podemos hacer, en palabras del autor de La cámara lúcida, es intentar "tenderle trampas". Y para ello hay que recurrir a la literatura (que, según Thayer, es el nombre que Barthes dio a la crítica) que no se limita a utilizar el lenguaje, sino que "lo pone en escena". En 1923, Walter Benjamin escribió que el tiempo de la crítica, cuya "pasión constitutiva" y "condición posibilitante" es la distancia, ya había pasado, pues ésta tenía sentido "en un mundo en el que lo importante eran las perspectivas y visiones de conjunto, y en el que aún era posible adoptar un punto de vista". Sin embargo, en su ensayo La obra de arte en la era de su reproducibilidad técnica (publicado en 1936), Benjamin aseguraba que la crítica estaba más presente que nunca como fenómeno de masas. Según Willy Thayer, la contradicción entre estos dos enunciados deriva de una "ilusión de paralaje"1. Lo que ya había pasado era el momento de la crítica que se inscribía en el orden teatral, es decir, que tenía lugar en una platea que se define en oposición a un escenario. Mientras que la idea de que la crítica está más presente que nunca como fenómeno de masas tiene que ver con la emergencia de unas nuevas condiciones de producción que hacen posible que ésta se dé en un "plano sin distancia, sin foso, en el que lo que rige es la tactilidad inalejable de la más próxima de las cercanías". Un cambio que obliga a reelaborar la noción de crítica y, en general, "de todas las categorías aurático teatrales y político artesanales". Hay que tener en cuenta que cuando Walter Benjamin escribió La obra de arte en la era de su reproducibilidad técnica, donde analiza el choque entre el modo de producción aurático-teatral (con sus categorías artesanales-organicistas) con el modo de producción de la política industrial de masas, el proceso de transformación que ha llevado a la creación de un "Estado espectacular integrado" (Guy Debord) y a la universalización del "capital-parlamentarismo" (Allan Badiou), estaba dando sus primeros pasos. Y al igual que el filósofo alemán consideraba que el apogeo de la revolución industrial exigía dejar atrás ciertas nociones y categorías analíticas (concebidas para intentar explicar una realidad social, cultural, política y simbólica muy diferente), Thayer cree que el "apogeo del capitalismo neoliberal" requiere nuevas "máquinas de interpretación". Según Benjamin, la reproductibilidad técnica, al suplantar la "lejanía inalcanzable del aura artesanal burguesa por la cercanía inalejable de la mercancía de masas", estaba propiciando un "allanamiento del foso", una cancelación de la distancia que había instaurado el orden teatral. Pero el autor de Tesis sobre la filosofía de la Historia no concibe este nuevo modo de producción como un "nomos2 planetario homogéneo que todo lo subsume y aplana", como una especie de "meta-caverna que todo lo domina, uniforma y carcome". Por muy expansivo e invasivo que sea, no todo queda bajo su dominio y tiene que convivir con otros modos de producción. En su ensayo El autor como productor, Walter Benjamin plantea que el trabajador artístico debe, en la medida de lo posible, provocar una "interrupción" de las "tecnologías y máquinas de espectacularización", una suspensión de la "fascinación" y el embelesamiento en la experiencia estética (que impiden un distanciamiento crítico y convierten a los espectadores en meros consumidores). En la misma línea, Bertolt Brecht aboga por crear "espectadores videntes que se vean a sí mismo y al teatro que les pre-condiciona a ver sin ver". Y para ello propone una "pedagogía del despertar", cuyo objetivo no sería propiciar que los espectadores pasen del sueño a la vigilia (pues eso sólo supondría sustituir una tecnología por otra), sino posibilitar que se sitúen entre ambos espacios, en su umbral. "Zona indecible", en palabras de Willy Thayer, "que relanza los términos unos sobre otros, desestabilizando su identidad, su propiedad; haciendo sitio a la virtualidad de lo singular". La idea de Brecht es generar un "intervalo" entre los diferentes elementos que configuran el teatro (entre el autor y la obra, entre el personaje y el actor, entre éste y el público...) para, como pretendía Platón en la Alegoría de la caverna, liberar los cuerpos y reconducir la dirección de la mirada. El distanciamiento y espaciamiento -el "efecto de extrañeza", en la terminología Brechtiana- que propicia este intervalo, Benjamin lo denomina "destrucción", pues a su juicio lleva a una suerte de aniquilación o "espectralización" de lo que Antonin Artaud llamó el "teatro occidental" (esto es, del teatro concebido como encarnación de la metafísica de la representación, del teatro que se articula en torno al "diferendo escena/foso/platea y autor/obra/espectador"). Esta destrucción ya no sólo implicaría un "allanamiento del foso", sino su "destitución", una impugnación total de las separaciones y jerarquías que promueve la lógica teatral. Para referirse a este proceso de difuminación/desintegración del foso y del teatro -proceso que, en palabras de Thayer, se manifiesta como una especie de "turbulencia topológica"-, Walter Benjamin recurre a palabras como relámpago, chispazo, destello, fulgor... Gilles Deleuze también utiliza un lenguaje "metafórico" para hablar de la posibilidad de la crítica en un contexto de clausura de la distancia, proponiendo nociones como "pliegue" o "erosión". La crítica, en el pensamiento de Deleuze, no es nunca "crítica de", ni crítica que se activa "a partir de". No es una acción o reacción contra un estado de cosas que se quiere desmontar para implantar otro estado de cosas. No es una negación que busca una refundación. A juicio del autor de Lógica del sentido, la crítica se define como un pliegue, como una incisión que en vez de provocar un corte seco y profundo, genera inflexiones, discontinuidades, turbulencias, irregularidades. La crítica, según Deleuze, no produce rupturas tajantes, compartimentaciones estables, separaciones inequívocas..., sino que, como los arroyos, crece "erosionando las orillas, los lechos, las fronteras, las divisiones fuertes" (...), construye "sin fundar, sin edificar, sin obrar, sin bloquear, sin reterritorializar".
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