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José Díaz Cuyás: El vandalismo de la modernidad y la modernidad del vandalismo |
Durante la Revolución Francesa, que supuso un punto de inflexión fundamental en la destrucción y conservación del arte, el Abate Gregorio acuñó el término de vandalismo para aludir a la violencia de las hordas urbanas contra los símbolos del Antiguo Régimen. El vandalismo, un concepto asociado a los habitantes de las ciudades y a la aparición del fenómeno de la masa, afectó a diversos ámbitos, entre ellos las obras de arte. "Desde una perspectiva histórica, apuntó Cuyás, puede entenderse como algo liberador, un gesto de renovación y purificación simbólica que trataba de eliminar cualquier vestigio del pasado". En el lenguaje común, sin embargo, lo vandálico se asocia exclusivamente con reacciones primitivas, insensatas y brutales. Una asociación que corresponde con la tendencia dominante en el estudio y análisis de los fenómenos estéticos (incluso en la actualidad) que, según José Díaz Cuyás, sólo conciben dos formas de enfrentarse a las obras de arte. Una aproximación inculta - propia de espíritus salvajes - que a veces puede derivar en reacciones vandálicas. Y una relación culta, propia de hombres civilizados, capaces de valorar los objetos artísticos en si mismos, como algo autónomo. Esta dicotomía expulsa de la categoría "arte" a todas aquellas manifestaciones expresivas que materializan impulsos iconoclastas y/o vandálicos.
En Bizancio, los iconólatras (defensores de la adoración de las imágenes) creían que existía una re-ligación mágica entre la imagen y su prototipo, y por ello tachaban a los iconoclastas de blasfemos. Por su parte, los iconoclastas les acusaban de idólatras, ya que, a su juicio, estaban rindiendo culto a falsos prototipos. "Utilizaban, señaló José Díaz Cuyás, los mismos argumentos y ambos grupos parecían asumir que las imágenes tenían vida propia". En los inicios de la modernidad surgió una pugna semejante en el centro y el norte de Europa que acabó con la escisión entre católicos y protestantes. A diferencia del conflicto de Bizancio, los católicos (continuadores del culto a las imágenes) consideraban que los protestantes (herederos de los primeros iconoclastas) además de sacrílegos eran ignorantes. José Díaz Cuyás mostró una serie de ilustraciones, dibujos y grabados realizados durante el último tercio del siglo XVIII y principios del siglo XIX que describían las acciones de los vándalos desde diferentes enfoques. Desde obras que plantean que están llevando a cabo una labor profiláctica (como si fueran médicos sociales que limpian las calles de símbolos del Antiguo Régimen) a piezas irónicas (por ejemplo, algunas caricatura del británico J.Gillray) que presentan a los vándalos como cruentos caníbales comiendo miembros humanos amputados. En esta segunda línea, un grabado titulado El destructor de imágenes, nos ofrece otra imagen plenamente codificada del prototipo del vándalo: frente al rostro noble esbelto de la esfinge del aristócrata, el vándalo es una figura de rasgos duros y hostiles, desaliñado y de movimientos toscos y torpes. En un término intermedio podemos situar un dibujo de Lafontaine que muestra a un hombre ilustrado y partidario de la Revolución que sin embargo se opone a la destrucción de las esculturas del Museo de los Monumentos Franceses. El ilustrado dibujado por Lafontaine encarna la figura kantiana del hombre culto que es capaz de apreciar lo bello en sí mismo, como un valor aislado de lo verdadero y lo bueno - incluso de los significados políticos - sin por ello renunciar a sus presupuestos ideológicos. Los primeros actos de iconoclastia artística pura, no vinculada a reivindicaciones o actos de índole político, coinciden con el periodo histórico en el que se crean los primeros museos y se definen conceptos como "patrimonio artístico-histórico" o "bien cultural". Son el fruto de una violencia autónoma que surge de la concepción del arte como disciplina independiente. A partir de entonces, señaló José Díaz Cuyás, gran parte de la cultura vandálica procede de gente cultivada, y en los albores del arte contemporáneo ya podemos encontrar impulsos destructivos que nacen en el seno mismo del arte y con la intención explícita de dirigirse contra el.
La pieza, que actualmente se exhibe en el Museo del Louvre, fue rechazada por algunos de sus discípulos al considerar que no era "suficientemente primitiva, simple y grande". Liderados por un pintor llamado Agamenón (del que no se conserva casi ninguna obra), abandonaron el taller y fundaron el grupo de Los Barbudos. Como los movimientos de vanguardias que surgieron un siglo después, Los Barbudos partían de una actitud de rechazo y negación, y aplicaron buena parte de su energía destructiva-creativa a la elaboración de proclamas incendiarias: "el Louvre (que acababa de ser inaugurado) tiene que ser destruido", "los museos únicamente sirven para corromper el gusto". Según José Díaz Cuyás lo interesante de este movimiento es que nos coloca por primera vez ante iconoclastas que atacan imágenes por razones puramente estéticas, una especie de sacrílegos culturales que defienden la destrucción del arte desde dentro del arte. Esta posición estética radical fue cobrando cada vez más protagonismo hasta llegar al siglo XX en el que gran parte de las manifestaciones artísticas articulan de algún modo una pulsión iconoclasta. "Desde Duchamp a Yves Klein, concluyó José Díaz Cuyás, pasando por Man Ray, Rauschenberg o el movimiento Fluxus se puede hacer una historia del arte del siglo XX utilizando como eje principal la pulsión iconoclasta que ha estado presente en la mayor parte de las tendencias estéticas contemporáneas". Un siglo en el que el arte, en un vertiginoso proceso autodestructivo, nos ha legado cuadros negros o precintados, maquinas que destruyen esculturas, planchas que deshacen lienzos, happenings y performances intencionadamente efímeros e incluso (rizando el rizo) la valoración como propuesta estética de actos desquiciados como el intento de destrucción de La piedad de Miguel Ángel. |