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José Manuel Jaramillo: Figuraciones y desfiguraciones del agua en los límites de una ciudad |
Durante su intervención en el seminario De lo mismo a lo de siempre, José Manuel Jaramillo, profesor de Sociología Urbana en la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, hizo referencia a una noticia aparecida en junio de 2002 en diversos periódicos colombianos sobre la acción desesperada de un grupo de hombres de Usme (en la periferia sur de Bogotá) que se habían enterrado hasta el cuello para protestar por el abandono de su localidad (según el diario El tiempo) o por el incremento de las tarifas de los servicios públicos (en la versión del diario El espacio). En declaraciones a esta segunda publicación, uno de los enterrados se quejaba de que su barrio por haber surgido de forma ilegal carecía de todo tipo de servicios y reclamaba más atención de las autoridades competentes a las que solicitaba "teléfonos, acueducto, mejora de vías, alumbrado público y arreglo del alcantarillado". "El agua, subrayó José Manuel Jaramillo, es un indicador fundamental del proceso de transformación de las sociedades que determina nociones reguladoras de la convivencia como la calidad de vida o la higiene". El modo en que se controla la distribución, consumo y recuperación del agua depende de numerosos factores (políticos, económicos, ecológicos,...) que van cambiando a lo largo del tiempo. Así, la cantidad específica requerida para satisfacer las necesidades básicas de la población varia en función de valores históricos e intereses socio-culturales específicos. En este sentido se explica que en Bogotá a principios del siglo XX, las clases más acomodadas consideraran una conducta incivilizada no utilizar grandes cantidades de agua para uso doméstico y no valoraran positivamente actitudes como la contención o el ahorro. La cantidad de agua a la que se tiene acceso y la forma en que puede ser utilizada y consumida se relaciona con la posesión de una serie de privilegios sociales y económicos, así como con el grado de progreso técnico y político que ha alcanzado una determinada sociedad. En la sociedades contemporáneas, el acceso relativamente generalizado y normalizado a sistemas de distribución de agua y energía, implica la disminución de las fuentes naturales que las generan, lo que obliga a poner en marcha medidas que traten de contener posibles abusos. Por ello, se considera un peligro potencial el acceso clandestino a esos sistemas que se lleva a cabo en muchos barrios que han crecido al margen de toda planificación urbana, ya que al no estar sometidos a ningún tipo de regulación no se pueden controlar los posibles casos de uso desmedido (lo que constituye un riesgo para el frágil bienestar de la sociedad). Según datos oficiales, en Bogotá los servicios básicos de agua y energía alcanzan casi a la totalidad de la población. Pero esos datos sólo incluyen parcialmente el urbanismo informal y eluden que casi medio millón de construcciones de la capital colombiana sufren de forma crítica riesgos por inundaciones (y otros peligros como deslizamientos geológicos) al estar situadas a la altura de cauces de ríos aledaños o en lugares susceptibles de desbordamiento en temporada de lluvias. El aumento de población, el crecimiento de los entramados urbanos y la mejora del nivel de vida traen consigo, por tanto, un incremento sustancial del consumo de agua procedente de ecosistemas naturales cada vez más extensos. "El agua que se consume en Bogotá, ejemplificó José Manuel Jaramillo, que antes de los años treinta procedía de cerros cercanos a la urbe, hoy proviene de una red de sistemas hidrográficos de la vertiente oriental del país, originados en la macro cuenca del Orinoco". Además, a medida que se intensifica la dependencia del consumo energético y de agua, y a la vez se produce un alejamiento casi sistemático del contacto directo con sus fuentes naturales, también se incrementan los riesgos derivados de la escasez o del colapso del suministro.
Formas de la informalidad Los habitantes del barrio de Usme que protestaban en junio de 2002 por la escasez (o inexistencia) de servicios públicos, han heredado los problemas de los primeros asentamientos urbanos informales. Ante la imposibilidad de acceder legalmente al sistema de distribución de agua, llevan a cabo conexiones clandestinas a las redes de acueducto, lo que provoca continuas tensiones con la empresa suministradora (pues representan un consumo no registrado legalmente y, por tanto, no recaudado). Con su contundente protesta (enterrarse vivos hasta el cuello), se autoinducen un estado de aprisionamiento físico que, a la vez que remarca el estado de precariedad vital en el que se encuentran, plantea la negación de uno de los principios fundamentales de la vida urbana y la libertad individual: la movilidad. En sus declaraciones al diario El espacio, uno los participantes en esta protesta aseguraba que los ciudadanos del barrio se estaban quejando por la ausencia de una regulación que les permitiera integrarse en las redes que estructuran el territorio. A su juicio, mientras eso no se consiguiera, no podrían acceder a las infraestructuras públicas, ni dispondrían de dispositivos de control que permitieran atajar, entre otras cosas, eventuales brotes de violencia. En su cobertura de la misma noticia El tiempo (el diario de mayor circulación de Colombia) destacaba el abandono de la localidad como móvil de la protesta y responsabilizaba al Estado de la situación que sufrían los habitantes de Usme. Pero no llegaba a asociar este conflicto con el tipo de problemática urbana generada por el extenso y arraigado proceso de crecimiento desordenado de sectores que se consolidan como barrios al margen de la ciudad legal o planeada. "La relación ciudadanía-Estado, precisó José Manuel Jaramillo, circunscrita al funcionamiento de un sistema de mutuas responsabilidades, deberes y derechos, adquiere un rasgo conflictivo cuando se trata de barrios marginales donde la disponibilidad de fuentes de consumo básicas es irregular y cuya construcción no fue ni consultada ni aprobada por las estancias encargadas de controlar el crecimiento urbano". Otro caso paradigmático de los conflictos que se plantean en torno al urbanismo informal es el de barrios como El Bosque, situado en uno de los segmentos del límite sur oriental de Bogotá. Para José Manuel Jaramillo, autor de obras como Marginalidad urbana y uso del agua en Bogotá o La casa no vista, estos barrios seguirán siendo marginales mientras no se integren en los sistemas urbanos formales de dotación de infraestructuras y servicios (y puedan así disponer de registro catastral, licencias de construcción, alcantarillado, energía eléctrica, gas,...). De trazado irregular y no pavimentado, por la vía principal de El Bosque se extiende el comercio informal con puestos que ofrecen todo tipo de bienes de consumo. Con una fuerte presencia de distintas órdenes religiosas (la iglesia evangelista está cobrando cada vez más fuerza), los materiales de las casas cambian sensiblemente en función del grado de construcción en el que se encuentran (desde las que no sobrepasan los siete metros cuadrados a otras de varios pisos y cuyas fachadas se adornan con diseños geométricos). Lo curioso es que a pesar de que han sido realizadas sin planes arquitectónicos y urbanísticos (como sí ha ocurrido en otros barrios marginales, en los que activistas vinculados al Partido Comunista o a las sectores más izquierdistas de la iglesia católica latinoamericana han promovido la autoconstrucción y ocupación de terrenos), da la impresión de que entre las distintas viviendas del barrio existen muchas similitudes estructurales que incluso pueden apreciarse externamente.
Las necesidades urbanas desde la perspectiva del agua Sin embargo, seguían existiendo graves carencias tanto en cantidad (sólo seis de cada cien habitantes tenía acceso a la red) como en calidad (el manejo de los residuos a través de canales y letrinas propiciaba problemas de salud). En esta década se iniciaron también las primeras campañas de clorificación del agua, no muy bien acogidas por buena parte de la ciudadanía que consideraba que ese tratamiento eliminaba (en palabras de un periódico de la época) "lo único que da color, sabor y espíritu a la ciudad", convirtiendo "el agua dulce y bondadosa en medicina insoportable, con olor a cosa enfrascada en botica". Coincidiendo con el cuarto centenario de la fundación de Bogotá (1938) se puso en funcionamiento la primera planta de purificación de agua (con un sistema de oxigenación que garantizaba la salubridad del consumo), de modo que por primera vez en la historia de la capital colombiana la oferta era mayor que la demanda. Las notables mejoras en el red de almacenamiento y distribución de agua que abastecía la ciudad (con capacidad para cubrir las necesidades de 400.000 personas cuando la población de Bogotá apenas superaba los 330.000 habitantes) estuvieron acompañadas de la creación de un espacio que desde esa época se haría común en la mayoría de los hogares: el cuarto de baño. "La apariencia de la ciudad estaba cambiando, subrayó José Manuel Jaramillo, los desechos se canalizaban bajo tierra y las costumbres higiénicas de los ciudadanos se transformaban sensiblemente: lo que hasta entonces sólo se podían permitir los sectores privilegiados de la sociedad bogotana (por ejemplo, bañarse con asiduidad) estaba ya al alcance de la mayor parte de la población". Pero la situación dio un nuevo giro a partir de los años 40, con el incremento progresivo de urbanizaciones informales en zonas periféricas sin acceso a las redes de alcantarillado y de suministro de agua y energía.
La apariencia de la ciudad Desde una perspectiva sociológica, la noción de marginalidad implica una tensión entre quienes lo son y quienes no. Estos últimos, que Norbert Elías denomina establecidos, imponen los parámetros que definen y caracterizan a ambos grupos y utilizan la estigmatización de los otros para conservar su superioridad y mantener su identidad. Por ejemplo, los términos que se emplean para describir los espacios urbanos informales (marginales) que han aparecido en las periferias de las grandes ciudades latinoamericanas denotan una clara posición valorativa y estigmatizadora: barrios piratas, urbanizaciones clandestinas, viviendas brujas, villas miserias,... No obstante, Norbert Elías piensa que en todas los procesos sociales se genera una tensión entre impulsos civilizadores y descivilizadores, y dependiendo de numerosos factores, la balanza se inclinará en una u otra dirección. Si tomamos como referencia los procesos de desarrollo de ciudades como Bogotá, la dirección civilizadora correspondería al crecimiento urbano planificado y la dirección descivilizadora a la emergencia (más acusada en unas épocas que en otras) de prácticas de urbanismo informal. "Las categorías marginal y urbano, concluyó José Manuel Jaramillo, son correlativas e interdependientes en tanto que operan como reguladoras mutuas de diferentes experiencias que se manifiestan en la ciudad". Porque lo marginal - vinculado a nociones como desorden, incertidumbre, inseguridad, suciedad, informalidad o ilegalidad - cuestiona y desdibuja el proyecto moderno de la ciudad ideal (ordenada, bella y limpia). |