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Sesión Filosofía y estética, Manuel Barrios, Juan Antonio Rodríguez Tous y Juan Bosco Díaz Urmeneta |
Celebrada la tarde del jueves 12 de febrero de 2004, en la séptima sesión del Laboratorio T.V. del proyecto Archivo F.X. se abordó desde una perspectiva estética y filosófica los fundamentos y límites teóricos de ciertos gestos y sucesos iconoclastas contemporáneos. El punto de partida analítico de la intervención de Manuel Barrios fueron las acciones de quemar fotografías (especialmente de líderes políticos), una de las prácticas iconoclastas contemporáneas más extendidas. Juan Antonio Rodríguez Tous analizó las repercusiones políticas y culturales de la caída del Muro de Berlín, el gesto iconoclasta que simbolizó el final del siglo XX. También Juan Bosco Díaz Urmeneta se centró en un acontecimiento concreto -el traslado de una estatua de Franco en Ferrol- para analizar una cuestión mucho más general: la confluencia en la modernidad de la noción de "genio" del romanticismo con el ideal del Estado Nación.
Durante su intervención en el Laboratorio T.V. del proyecto Archivo F.X., Manuel Barrios abordó desde una perspectiva estética y filosófica los límites del potencial subversivo que caracteriza, en principio, todo acto iconoclasta. El punto de partida de su análisis eran las acciones iconoclastas de quemar fotografías (especialmente de líderes políticos), pero tanto por razones conceptuales como circunstanciales, Manuel Barrios ha intentado dar un alcance teórico más general a su estudio y ha explorando otras modalidades de iconoclastia contemporánea. Manuel Barrios, profesor titular de Filosofía de la Universidad de Sevilla, recordó que durante su estancia en la localidad alemana de Tübingen (una ciudad universitaria con mucha población joven), pudo asistir a un curioso proceso de transformación de una de las prácticas iconoclastas contemporáneas más extendidas: la destrucción de retratos fotográficos de personalidades relevantes. Con frecuencia, las manifestaciones artísticas y políticas radicales que se organizaban en Tübingen a finales de los 80, culminaban con la quema de fotografías o efigies de algunos de los dirigentes políticos del momento. Esas acciones se habían convertido en un acto rutinario, desprovisto de potencial subversivo y perfectamente asimilable por el sistema. Comprendiendo o intuyendo ese hecho, estos manifestantes fueron cambiando el "soporte material" y el despliegue gestual de su acto iconoclasta: primero, quemaron instantáneas tomadas con una polaroid de los transeúntes; después incendiaron retratos fotográficos de ellos mismos; y en un tercer momento organizaron acciones completamente silenciosas en las que destruían montajes fotográficos de figuras sin rostros. Al tomar conciencia de la gestualidad y escenificación que se articulaba a través de sus acciones, habían comprendido que podían radicalizar su crítica investigando los gestos, medios y soportes materiales que utilizaban en sus protestas. Así, desde una óptica exclusivamente política (y muy codificada), pasaron a priorizar la dimensión estética del acto iconoclasta, para finalmente incorporar nuevos elementos de crítica social. A partir del recuerdo del proceso de transformación de las acciones de los activistas de Tübingen, Manuel Barrios se preguntó por el sentido del acto iconoclasta de destruir fotografías de un dirigente político, en una época en la que ya casi nadie cree en la imagen de los personajes públicos y en la que, a la vez, todos soñamos con exhibir, sin pudor, la mejor imagen posible de nosotros mismos. "¿No se convierte en puro amaneramiento, subrayó, el gesto iconoclasta que refuta a otras individualidades, pero no se atreve a derribar a su propio yo hipertrofiado?". Para Manuel Barrios, esa contradicción en la que caen ciertos gestos iconoclastas está vinculada a la pervivencia del platonismo (concebido, grosso modo, como la fe metafísica en un mundo más verdadero que éste) en la contemporaneidad. Según él, ese remanente metafísico desactiva el potencial subversivo y emancipador del gesto iconoclasta, ya sea porque lo banaliza, o porque lo sacraliza (esto es, lo hace deudor de un relato fundamentalista). A juicio de Manuel Barrios, el regodeo esteticista que rodea ciertas manifestaciones iconoclastas -como quemar fotografías de figuras de la autoridad- las convierte en una especie de ceremonia ritual plenamente codificada, en la que se escenifican gestos rupturistas a partir de un imaginario estereotipado de la radicalidad política. Para intentar evitar este fenómeno de banalización de la trasgresión, Manuel Barrios cree que, en primer lugar, es necesario preguntarse por los límites de la radicalidad de estos gestos iconoclastas codificados. Es decir, explorar genealógicamente los mecanismos por los que, en muchos casos, la acción iconoclasta encierra un acto de sumisión a un nuevo icono y la celebración de un nuevo orden socio-político y cultural que reproduce los esquemas de valores que, supuestamente, se intentan derribar. Manuel Barrios también advierte del peligro contrario en el que caen, según él, los "nuevos críticos apocalípticos de la sociedad posmoderna de los mass media", como Jean Baudrillard (La sociedad de la consumación, Simulacros y simulación), el español Víctor Gómez Pin o, en cierta medida, Guy Débord (La sociedad del espectáculo). Estos autores, conciben nuestra sociedad como un mundo dominado por simulacros engañosos (imágenes) que deforman la realidad y la reemplazan por un "incesante flujo narcotizante de reclamos publicitarios, objetos de distracción y mensajes ideológicos". De este modo, actualizan la condena platónica del mundo de las imágenes que, para el filosofo griego, era un mundo degradado y de inferior calidad ontológica al mundo real (situado fuera, detrás, después o más allá del mundo aparente). "Percibo en muchas de esas denuncias de hiperrealidad fantasmagórica y alucinatoria en la que supuestamente viviríamos, criticó Manuel Barrios, una simplificación del problema actual de las relaciones entre ficción y realidad que, en su burdo maniqueísmo, recuerda más al guión de Matrix que a argumentos filosóficos elaborados". En conexión con las ideas de estos autores, ciertas manifestaciones iconoclastas contemporáneas plantean un rechazo y menosprecio de la imagen que, a veces, incluso adquiere tintes fundamentalistas. Frente a esa actitud, en las últimas décadas también se han desarrollado algunas propuestas políticas y artísticas que son conscientes de que tras la quema de los falsos iconos (de los simulacros engañosos que nos rodean) no aparece la única y verdadera imagen de lo real, sino una nueva recreación de nuestro mundo. En la segunda fase de su intervención en el Aula del Rectorado de la Universidad Internacional de Andalucía (UNIA), Manuel Barrios presentó dos formas muy distintas de entender la apropiación crítica o autoconsciente de la imagen. Por un lado, la serie iconográfica publicitaria de la marca de cigarrillos Marlboro que muestra a vaqueros cabalgando a través de los bosques y praderas del salvaje Oeste americano. Por otro lado, la estrategia seguida por el creador estadounidense Richard Prince que re-fotografía imágenes de revistas y anuncios publicitarios, entre las que destacan las de los vaqueros de Marlboro (Cowboys, 1980-1988). Siendo aún una marca secundaria, en la década de los 50 Marlboro comenzó a diseñar la estrategia comercial y publicitaria que le llevaría a liderar el mercado del tabaco a partir de los años 80. Desde un principio, identificaba en sus anuncios al fumador ideal con los valores fuertes de la sociedad estadounidense: hombre blanco, libre, duro, independiente, activo, aventurero y solitario (es decir, individualista y emprendedor, perfecto para triunfar en el mundo capitalista). Al principio no eran vaqueros, sino tipos duros y nobles al estilo de Humprey Bogart o de un superviviente de la II Guerra Mundial. En los años sesenta se fue configurando el territorio vaquero de Marlboro, una especie de paraíso terrenal habitado por hombres fuertes y decididos que dominan y rentabilizan la naturaleza y después gozan, fumándose un pitillo, de su merecido descanso. Con el aumento de la preocupación por los problemas de salud asociados al tabaco (que conducirían a la inclusión en las cajetillas de un aviso que advirtiera de los peligros de fumar), en la década de los 80 desaparece la imagen del vaquero con un cigarro, sustituida por alguna otra en la que se le presenta realizando tareas heroicas en territorio Marlboro. Las advertencias de las Autoridades Sanitarias se fueron haciendo cada vez más visibles y amenazantes, y la mirada del vaquero de los anuncios dejó de ser desafiante y aguerrida, para adquirir un inquietante brillo melancólico. Esa transformación coincidía con una proliferación de los ataques iconoclastas a la imagen de esta marca de cigarrillos, como la difusión de un anuncio paródico en el que se muestra la fotografía de un cementerio bajo el lema "Welcome to Marlboro Country". La empresa trata de contrarrestar toda esta ofensiva con la re-elaboración del territorio Marlboro como si fuese un paraíso ecológico, un espacio virgen y épico donde el hombre (convertido ya en una minúscula figura que se pierde en la inmensidad del paisaje) vive en equilibrio con la naturaleza. En los paquetes de tabaco actuales se consuma la plena escisión entre el mundo aparente (el de la falsedad de la imagen publicitaria) y el mundo verdadero (el del discurso higienista de la salud pública). "En la imagen de color, señaló Manuel Barrios, el vaquero sigue cabalgando esplendorosamente e incitando a la vida intensa. Abajo, un recuadro engrandecido, con letras en negro de mayor tamaño que nunca, reza así de tajante: 'Fumar puede matar'". Herederas conceptuales de las ideas platónicas, las palabras del recuadro (la Verdad) ejercen una crítica de la imagen (del simulacro publicitario de Marlboro) desde el nuevo fundamentalismo de la corrección biopolítica. Vinculado a la tendencia apropiacionista del arte norteamericano de los ochenta (Sherrie Levine, Cindy Sherman,...), Richard Prince toma fotografías de imágenes pre-existentes que, en la mayor parte de los casos, proceden de los medios de comunicación de masas. Se trataría, en la terminología de W. J. Coinell de post-fotografías, pues "no aspiran a representar el mundo tal como es, sino a explorar de forma auto-reflexiva el proceso de la representación fotográfica, cuestionando la diferenciación entre original y copia". Con sus re-fotografías, Richard Prince coloca las imágenes originales fuera de su contexto habitual, re-significándolas. De este modo, según Manuel Barrios, lleva a cabo una crítica de la representación mediática que no pretende trascender el mundo aparente (y llegar al mundo verdadero) por medio de una negación de la imagen. Prince recurre a la reproducción hiperrealista de esas fotos publicitarias para subrayar tanto su dimensión ficticia, como la carga de deseo que contienen unas imágenes que fueron concebidas para estimular la ensoñación y el consumo. Prince quema las imágenes -las sobreexpone a la luz para evidenciar las mediaciones que dotan al artificio (a la apariencia) de su capacidad fabuladora-, pero no las destruye con la intención de sustituirlas por otras más reales y verdaderas. "Sobreexponiendo esas fotos que albergan el imaginario de nuestros deseos, concluyó Manuel Barrios, Prince nos pone ante una espinosa cuestión, ante las más inquietante de todas las acciones iconoclastas: ¿hasta qué punto seríamos capaces de quemar nuestra propia imagen?".
La venta de gadgets y souvenirs del Muro de Berlín comenzó la misma noche del 9 de noviembre de 1989, y unos días más tarde ya circulaban camisetas, bufandas, y gorras con alusiones al evento. Juan Antonio Rodríguez Tous, que por esa fechas se hallaba de becario en el Archivo Hegel de la Universidad de Ruhr, visitó la capital alemana diez días más tarde y vio a centenares de ossis (alemanes de la ex-RDA) deambulando por el centro de Berlín Oeste. Muchos de ellos, cuando gastaban los cien marcos que les había dado el gobierno federal, dejaban de pagar las cuentas, y en algunos locales ya habían comenzado a negarles la entrada. El entusiasmo y la exaltación inicial tras la caída del Muro empezaba a difuminarse. "Aunque si nos atenemos a la lengua alemana, matizó Juan Antonio Rodríguez Tous, en sentido estricto el Muro no había caído, sino que había sido atravesado". A principios de diciembre de 1989 aparecieron en los quioscos de prensa los primeros álbumes y dossiers periodísticos sobre el acontecimiento. En el que publicó el Berliner Ilustrirte se incluía un apartado con declaraciones de distintas personalidades del Este y del Oeste acerca de la caída del Muro, desde George Bush (padre) a Lech Walesa, pasando por Margaret Tatcher, Michel Rocard o Helmut Kohl. La mayor parte de las declaraciones eran enfáticas, vagas y previsibles ("un gran día", "un acontecimiento histórico",...), pero el ministro de Asuntos Exteriores de la RFA, Hans Dietrich Genscher dijo algo más original (y no exento de ironía): que había sido "excitante" y "emocionante". "H. D. Genscher, precisó Juan Antonio Rodríguez Tous durante su intervención en el Laboratorio T.V. del proyecto Archivo F.X., tuvo el acierto de no referir estos dos calificativos a sustantivo alguno, pues lo que allí había ocurrido no podía nombrarse con el lenguaje político de la época -impregnado aún de Guerra Fría-, ni con los conceptos de la Historia que se había construido tras la II Guerra Mundial". El prólogo de lo que iba a suceder en Berlín la noche del 9 de noviembre se produjo el verano de 1989, cuando muchos alemanes orientales -súbditos relativamente ricos del imperio soviético- descubrieron de primera mano durante sus vacaciones en Hungría los cambios que estaban experimentando otros países de la Europa del Este. Gorbachov llevaba adelante sus reformas en la URSS, en Polonia se celebraban elecciones semidemocráticas y Hungría relajaba progresivamente sus controles fronterizos con Austria. Ya en las primeras semanas de octubre, se fueron multiplicando las manifestaciones contra el régimen - cada vez más numerosas y osadas- que lograron enturbiar la celebración del cuadragésimo aniversario de la RDA y aceleraron la retirada de Enrich Honecker. La tarde del 9 de noviembre, la televisión de la RFA se hizo eco de unas declaraciones de Günter Schabowski, representante del Partido Comunista de la RDA, sobre el fin de las restricciones fronterizas. La noticia hizo que miles de personas se congregaran a uno y otro lado del Muro, y en un momento indeterminado de la noche (sin que nadie diera la orden concreta) las puertas se abrieron. Siguiendo a Hannah Arendt, Rodríguez Tous cree que como animales políticos que somos debemos formularnos una y otra vez una serie de preguntas esenciales: ¿qué es la libertad?, ¿qué es la justicia?, ¿qué es el poder? o, en el caso que nos ocupa, ¿qué es la Historia? Para Rodríguez Tous la caída del Muro de Berlín es un acontecimiento "fuera" de la Historia, "en el mismo sentido, añade, que Walter Benjamin piensa la noción de jetztzeit, literalmente ahora-tiempo, tiempo-en-acto (o, si el término no estuviera tan connotado, instante)". El jetztzeit es una noción ambigua, ya que el verdadero "tiempo-en-acto" implica la anulación mutua de pasado y presente en el ahora. Para Benjamin, el tiempo que establece la jetztzeit es mesiánico, "un presente que no es tránsito, sino que es inmóvil (...) y que hace saltar el continuum de la Historia". En su libro El recuerdo del presente, Paolo Virno explica el concepto del jetztzeit a través del fenómeno del déjà vu, la experiencia de vivir un instante del presente como un recuerdo que se cumple (re-conociendo algo que nunca antes se ha conocido). La caída del Muro de Berlín no se ha convertido en un mito, como lo sigue siendo, por ejemplo mayo del 68. La fuerza del mito en las sociedades arcaicas residía en su capacidad de re-actualizar (de hacer presente, de revivir), a través del ritual, el tiempo originario. "Los mitos de la modernidad (la Razón, el Progreso, la Humanidad, la Historia,...), precisó Juan Antonio Rodríguez Tous, hablan del sentido que aquello que acontece en el tiempo tiene fuera del tiempo.., y, por tanto, no señalan el pasado (el tiempo originario), sino el futuro". Es decir, el sentido y la razón de ser del mito moderno está en un futuro perpetuamente diferido, aplazado. Pero hay acontecimientos, como el que ocurrió en Berlín el 9 de noviembre de 1989, que rompen el continuum del tiempo histórico, y en ellos, igual que en el ritual, el presente se hace presente porque, justamente, deja de serlo. Según Rodríguez Tous, estos momentos de suspensión del tiempo son absorbidos casi de inmediato por el "agujero negro de la Historia", pero mientras tanto (en el tiempo-en-acto) permanecen indeterminados, generando en sus protagonistas una sensación de incertidumbre, pero también de entusiasmo. Sólo cuando los absorbe la Historia, adquieren un nombre que les da sentido, que los encadena en una línea de significados y de relaciones causales y simbólicas. Por ejemplo, la caída del Muro de Berlín supone el fin del siglo XX y el desmantelamiento del bloque soviético. Pero los que estaban en el Checkpoint Charlie (una de los puestos principales del Muro de Berlín), los que atravesaron esas paredes que dividían en dos la capital alemana aquella fría noche del 9 de noviembre, estaban viviendo una experiencia fuera de la Historia, fuera del tiempo cronológico (el que se puede medir y cortar), transformándose durante unas horas, en palabras de Rodríguez Tous, "en sujetos universales que, por eso mismo, eran capaces de realizar (en sentido estricto: hacer real) la libertad". Juan Antonio Rodríguez Tous aseguró que su recreación deliberadamente estética de aquel acontecimiento corresponde a su intento de luchar contra lo que Eugenio Trías llama lo "inhumano", y cuya manifestación más evidente es el sufrimiento infligido a las víctimas. Bajo su punto de vista, para luchar contra lo "inhumano", es necesario cultivar la empatía, el afecto que nos permite ponernos en el lugar del "otro" y sentir como propio el dolor ajeno. Y la experiencia estética activa esa dimensión afectiva. "De este modo, explicó Rodríguez Tous, no pensamos en la caída del muro, sino que estamos -afectivamente hablando- allí mismo, con los que trepaban, los que gritaban, los que cantaban, los que lloraban, los que miraban con ojos iluminados". En el Berlín actual se conservan muchas huellas del Muro. Por ejemplo, hay trozos compactos que se han instalados en algunos parques públicos, sin protección, ni placas conmemorativas, a la intemperie y al alcance de cualquiera. Se puede pensar que es una ubicación contradictoria (el parque es un lugar abierto y libre, justo lo contrario de lo que simbolizaba el Muro). Pero Rodríguez Tous cree que encaja perfectamente con la propia naturaleza contradictoria del Muro que, como señala Dario Gamboni en The Destruction of Art. Iconoclasm and Vandalism since the French Revolution, puede calificarse como un "monumento involuntario". Porque, más allá de su función original -un obstáculo físico para delimitar las fronteras entre la RDA y la RFA- el Muro había adquirido una enorme carga simbólica, tanto para los habitantes de Berlín como para el resto de los alemanes. Por ello, la acción colectiva que llevaron a cabo miles de berlineses la noche del 9 de noviembre se puede considerar un acto iconoclasta, en el que a los agresores no les interesaba tanto la demolición del objeto físico como la destrucción de todo lo que simbolizaba. Además, los restos del objeto derribado se han convertido en monumentos que recuerdan la existencia del Muro (y de lo que el muro simbolizaba), pero también de su destrucción iconoclasta. "Y conforme avanza al tiempo, advirtió Juan Antonio Rodríguez Tous en la fase final de su intervención en Archivo F.X., los restos del muro se han recubierto de nuevas connotaciones: para muchos ossis del siglo XXI, desencantados con el paraíso capitalista, evocan un pasado idealizado".
La confluencia de la noción de "genio" del romanticismo con el ideal de Estado de la modernidad, hizo aparecer la figura del "forjador de pueblos", concebido como una especie suprema de artista cuya misión era labrar el futuro de la patria. Esta figura se reveló como un símbolo del nuevo ideal del Estado mucho más poderoso y efectivo que las abstracciones (la diosa razón) que ingenuamente pretendieron instaurar los jacobinos. No hay que olvidar que el perfil de genio romántico del "forjador de pueblos" proporcionaba la posibilidad de identificarse con una comunidad histórica -la nación-, que no se basaba sólo en los fríos y esquemáticos signos de identidad de la modernidad (el ciudadano, el trabajador libre), sino también en el sentimiento de pertenencia a un pueblo a través de la figura de su fundador. De este modo, escribe Juan Bosco Díaz Urmeneta en el texto que presentó para el Laboratorio T.V. del proyecto Archivo F.X., "el ideal jacobino, con su imagen del santo laico, queda para obras personales y privadas, como la Muerte de Marat, ese cuadro-meditación que pintara David en su destierro". Pero los nombres e imágenes que han terminado invadiendo los espacios públicos de la ciudad moderna están dedicados a los "grandes hombres", ya sean políticos, militares o artistas. En Sevilla, por ejemplo, a la antigua plaza del Duque (nombre que hacía referencia al palacio del Duque de Medina Sidonia allí ubicado), se le añadió en 1841 "de la Victoria", dando entrada en el callejero de la capital hispalense al general Espartero. Y algunos años más tarde, coincidiendo con la incorporación al diccionario de la Academia de los términos "nación" y "nacionalidad", comenzaron a levantarse en distintos puntos de la ciudad estatuas dedicadas a Daoiz, héroe bélico local, o a los artistas sevillanos del Siglo de Oro. Pero a diferencia de la estatuaria pública de otras épocas, la fuerza simbólica de estas imágenes las convierte en el objetivo perfecto para la acción iconoclasta. De nuevo, la historia de Sevilla puede servir de ejemplo para explicar esta diferencia. Con la idea de transformar la identidad general de la ciudad (condicionada por una configuración medieval en torno a límites parroquiales y gremiales) se pusieron en marcha en el siglo XVI numerosos proyectos escultóricos y de remodelación del espacio público: la Alameda, con sus grandes columnas y sus figuras de Hércules y Julio César, los primeros relieves de la fachada del Ayuntamiento, la escultura de la Victoria que corona la Giralda (conocida como el Giraldillo),... En todos ellos se representaban valores simbólicos generales que remitían a la mitología clásica, propiciando conexiones imaginativas que desbordaban a las meramente conceptuales. Frente a esto, la estatuaria del siglo XIX ensalzaba la figura individual e histórica del héroe local que, lejos de dar vía libre a la imaginación de los ciudadanos, parecía exigirles un reconocimiento explícito de su autoridad. Y no hay que olvidar, subraya en su texto Juan Bosco, que "el héroe de hoy, puede ser mañana demonio". El modo de actuar característico de la modernidad alcanza valores extremos bajo el franquismo que, a su nacionalismo exacerbado, añade la sacralización de un individuo en el que se acumulan todos los poderes del Estado: Francisco Franco. Esto hace que proliferen las estatuas y obras monumentales dedicadas al dictador (o al alzamiento en general), así como las calles, avenidas y otros espacios públicos (puentes, colegios, parques,...) rotulados con su nombre. En este punto, Sevilla es una excepción, ya que la presencia icónica de Franco fue bastante reducida, probablemente por la influencia de personajes locales del régimen con el mismo afán de protagonismo, como el general Queipo de Llano y el Cardenal Segura. "Ambos personajes, asegura Juan Bosco, dejaron en Sevilla huellas más perdurables que cualquier escultura del dictador". En algunas ocasiones, la retirada de las esculturas de Franco ha sacado a la luz una serie de tensiones y contradicciones que continúan sin resolverse tras casi treinta años de democracia representativa. En este sentido, el ejemplo más significativo es el de la enorme estatua ecuestre de Ferrol (siete toneladas de bronce y seis metros de alto) que, pese a sus graves deficiencias estéticas y al estorbo evidente que suponía para la remodelación de la plaza donde estaba situada, hubo una gran parte de la ciudadanía (entre ellos los concejales del PP) que se opusieron a su retirada. Finalmente, se ejecutó el "desalojo" y las imágenes que conservan los archivos de Canal Sur Televisión sobre el evento hacen pensar, según Juan Bosco, en un "alzamiento, no en el sentido de pronunciamiento o sublevación sino en el de desahucio, liquidación en pública subasta". El gran problema que tuvo que afrontar el Ayuntamiento de Ferrol, propietario legal del monumento, fue qué iba a hacer con el grupo escultórico una vez se retirara de la plaza. Fundirlo implicaba un largo expediente administrativo y alojarlo en un almacén era imposible por sus dimensiones. Así que decidieron regalarlo, y tras algunos aplazamientos (porque, al menos públicamente, nadie lo quería) acabó en el Museo de la Marina. La imagen de la enorme escultura de Ferrol colocada dentro de un gran armazón de cilindros de acero y conducida por un camión hacia su alojamiento final, recordaba la escena de una cabalgata (con sus carrozas arrastradas por algún ingenio mecánico), un tipo de manifestación expresiva muy utilizada por la maquinaria propagandística franquista. Según Juan Bosco, el arte público que promovieron los Estados autoritarios surgidos en los años treinta (y también algunos no autoritarios de las décadas posteriores) estuvo muy impregnado de la ética y estética Kitsch. El Kitsch recurre a la redundancia, a la acumulación de referencias culturales efectistas (imaginería de inspiración clasicista, saludo romano) y de estímulos emocionales, buscando la espectacularidad y la transmisión de una serie de mensajes muy básicos. En muchos aspectos, el Kitsch franquista marcaba diferencias con el de la Alemania nazi y el del régimen fascista italiano. Así, la desmesura y las referencias religiosas (que inspiraron, entre otras cosas, el Valle de los Caídos) tuvieron más fuerza que las evocaciones clasicistas; y la figura del conquistador y evangelizador ("mitad monje, mitad soldado") se impuso sobre el mito heroico del hombre que se enfrenta a la naturaleza. De un decorado de opereta parecían sacados los uniformes de la Guardia Mora y de la Legión, por no hablar de los atavíos del dictador que incluían una bengala (mezcla de bastón de mando y cetro), inspirada en la que pintó Velázquez en las manos del Conde Duque de Olivares. Para Juan Bosco, la presencia de la escultura de Franco en el Museo de la Marina simboliza la pervivencia latente del legado de la dictadura en la sociedad y la cultura española actual. "La Guerra Civil, indica, supuso un exterminio no sólo de los cuerpos sino de la memoria de miles de personas (...) un olvido que aún persiste". El legado de la dictadura franquista se manifiesta, por ejemplo, cuando se impiden los debates sobre una posible evolución de la estructura del Estado de las autonomías, argumentado que esa discusión pone en peligro la unidad de España; o cuando se trata de solucionar cuestiones complejas, como la inmigración, aplicando exclusivamente medidas legales y represivas. Por todo ello, Juan Bosco piensa que, en la actualidad, sufrimos un "pertinaz olvido", que a veces lleva a valorar la época franquista como un suceso arcaico plenamente superado. Se olvida que más allá de la desaparición (o, en bastantes casos, del mero ocultamiento) de los símbolos y monumentos franquistas, sigue vivo el dolor silencioso de muchos hombres y mujeres. "Sin una rigurosa meditación sobre ese dolor, añade, difícilmente podremos compartir valores básicos de la convivencia humana". En la parte final de su texto para Archivo F.X., Juan Bosco Díaz Urmeneta recuerda algunas de las huellas que ha dejado el franquismo en la configuración urbana de Sevilla. Partiendo de un modelo de organización territorial que sólo buscaba la generación de plusvalías, el régimen franquista puso en marcha un proceso de destrucción del patrimonio artístico, arquitectónico e histórico (con ejemplos desconcertantes como la demolición del palacio del Duque de Medina Sidonia) y una planificación urbanística llena de irregularidades y deficiencias (en algunos casos, con resultados trágicos). A su vez, pobló la ciudad de industrias, pero la mayor parte de ellas sólo eran viables a corto plazo o dependían de la protección estatal para sobrevivir. Además, la inversión en investigación fue escasísima (casi nula), por lo que con la apertura de fronteras y la liberalización del mercado, el tejido industrial quedó estancado, provocando la degradación de numerosas zonas de la ciudad. |