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Mesa redonda Patentes farmacéuticas y salud pública, con Jorge Gómez Aracena, José María Marín y Antonio García Ruiz

Asistentes a las Jornadas críticas de propiedad intelectual de Málaga (9-12 de marzo de 2006)"La salud es un estado de completo bienestar físico, psíquico y social, y no sólo la ausencia de enfermedad o dolencia". Esta definición holística y positiva de salud que propuso A. Stampar en 1945 -y que, un año después, asumió la Organización Mundial de la Salud (OMS) como punto "uno" de su carta fundacional- ha quedado algo desfasada, pues según sus críticos resulta demasiado utópica, estática (no admite gradación en los estados de salud) y subjetiva (¿cómo se mide el bienestar?). A día de hoy, se apuesta por una definición más posibilista y dinámica que identifica la salud con "el logro del más alto nivel de bienestar físico, mental, social y de capacidad de funcionamiento" que permitan los factores sociales que condicionan la vida de un individuo o de una colectividad.

"Ninguna de estas dos definiciones", señaló Jorge Gómez Aracena, profesor titular de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad de Málaga, "hace referencia a los fármacos como elementos fundamentales de la salud". Tampoco lo hizo Laframboise cuando en 1974 elaboró un esquema teórico que intentaba explicar los factores que influyen en la producción o pérdida de salud. Según este esquema, el nivel de salud depende de cuatro grandes grupos de determinantes: el estilo de vida y las conductas de salud (sedentarismo, consumo de drogas, estrés...); la biología humana (constitución, carga genética, desarrollo y envejecimiento); el medio ambiente (contaminación física, química, biológica, psico-social o sociocultural); y la atención sanitaria (donde se incluirían los fármacos).

Partiendo de ese esquema (que, en términos estadísticos, otorga diferentes porcentajes de influencia a cada uno de los cuatro determinantes), el nivel de salud de los ciudadanos sólo dependería en un 15% de la atención sanitaria. "Sin embargo", subrayó Gómez Aracena, "la mayor parte del gasto en salud que hacen los estados se dedica a esa atención sanitaria; no a la puesta en marcha de campañas de prevención o a desarrollar políticas integrales que promuevan un estilo de vida saludable y un medio ambiente sano". Además, la mayor parte del gasto que se destina a esa atención sanitaria, va a parar a la construcción y el mantenimiento de las grandes infraestructuras hospitalarias, no a mejorar el sistema de atención primaria. Esto resulta especialmente paradójico en los países del tercer mundo, donde la inversión en hospitales concentra casi el 85% del gasto sanitario, mientras sólo un 15% se reserva a la atención primaria (que es mucho más útil para promover la prevención).

Numerosas normativas internacionales y nacionales (incluyendo a la Constitución española) contemplan la obligación que tienen los poderes públicos de garantizar el derecho a la protección de la salud de los ciudadanos. "Pero con este derecho", aseguró Gómez Aracena, "ocurre igual que con otros muchos derechos (el derecho al trabajo, el derecho a una vivienda digna...). Una cosa es lo que se dice y otra, bien distinta, lo que se hace". El incumplimiento a escala global del derecho a la protección de la salud lo evidencian datos estadísticos tan ilustrativos como desoladores. Así, según estimaciones de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), unas 25.000 personas mueren al día en el mundo como consecuencia del hambre y la pobreza. Este mismo organismo calcula que, anualmente, mueren de hambre seis millones de niños menores de cinco años y que entre 1998-2000 hubo un total de 840 millones de personas desnutridas, de las cuales casi 800 millones vivían en países en vías de desarrollo. Aunque tampoco en el primer mundo el derecho a la protección de la salud está garantizado. En Estados Unidos, por ejemplo, se estima que el 8% de los niños experimentan periodos prolongados de insuficiencia alimentaria y que hay treinta millones de personas que no pueden acceder a los servicios de la Seguridad Social.

En principio, la aplicación de la legislación sobre propiedad intelectual y patentes a los productos farmacológicos tiene como objetivo promover la investigación y la invención en este campo. "Pero, ¿realmente consigue ese propósito?", se preguntó Jorge Gómez Aracena. El 6 de julio de 1885, Louis Pasteur administró por primera vez a un ser humano su vacuna contra la rabia, utilizando el virus atenuado que provocaba esta enfermedad. En los quince meses siguientes, un total de 2.500 víctimas de mordeduras recibieron la vacuna y en 1888, gracias a una colecta popular, se fundó el Instituto Pasteur. "A pesar de que la vacuna contra el virus de la rabia no ha estado nunca protegida por la legislación sobre propiedad intelectual", indicó Gómez Aracena, "ha logrado tanto dar fama y prestigio a su inventor como salvar la vida de millones de personas".

En 1995, se puso en marcha la Organización Mundial del Comercio (OMC) que, entre otras cosas, ha impulsado la creación de una base legislativa transnacional (ADPIC) que promueve la aplicación de los "derechos de propiedad intelectual" en todas las transacciones comerciales, incluyendo las relacionadas con los productos farmacéuticos. Según la OMC, el ADPIC ("Acuerdo sobre los aspectos de los derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio") tiene que ser flexible y tener en cuenta "las necesidades especiales de los países menos adelantados". Por ello, la aplicación de esta normativa no debería obstaculizar el objetivo de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de promover medidas para proteger la salud pública a nivel global y permitir el acceso a los medicamentos esenciales de todos los ciudadanos. Pero eso no ha sido así, como corroboran los propios datos que maneja la OMS que en un informe publicado en el año 2003 señalaba que de los 1.400 medicamentos que se habían creado entre 1975 y 1999, sólo trece estaban destinados a enfermedades tropicales.

Jorge Gómez Aracena comparte con el economista colombiano Germán Velásquez (que está vinculado al Programa de Medicamentos Esenciales y Política Farmacéutica de la OMS) la idea de que el derecho a la salud debe estar por encima de los derechos comerciales y de propiedad intelectual. Y que, por tanto, es necesario establecer normas de patentabilidad especiales para los productos farmacéuticos. Normas que, sin obviar los intereses de los poseedores de dichas patentes, protejan los derechos de la sociedad a la que esos productos deben finalmente beneficiar.

"Pero para promover la salud pública a nivel global", aseguró Jorge Gómez Aracena, "tanto o más efectiva que la investigación farmacológica es la creación de medidas que, desde una perspectiva holística, fomenten estilos de vida saludables y protejan el medio ambiente. Es decir, medidas que favorezcan las condiciones de vida de todos los ciudadanos del planeta". En este sentido, Gómez Aracena hizo referencia a un informe reciente de la OMS en el que se señala que un gran porcentaje de la mortalidad en niños menores de cinco años se debe a causas medioambientales. "Y ese porcentaje", concluyó, "se reduciría significativamente (hasta en un 45%), si en los países en vías de desarrollo se promoviera mucho más la educación sanitaria".

Captura de la web de Médicos sin fronterasJosé María Marín Jiménez, miembro de Médicos Sin Fronteras (MSF), inició su intervención en las Jornadas Críticas de Propiedad Intelectual de Málaga recordando a Joana, una niña keniata de cinco años que tiene que visitar regularmente una clínica de Mathar (un populoso barrio marginal de Nairobi) para recibir un tratamiento contra el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (VIH/SIDA). A día de hoy, existen formulaciones farmacológicas específicas que se adecuan a las características fisiológicas de los niños de esa edad. Pero esas formulaciones no se dispensan en esa clínica de Nairobi (ni en la mayor parte de los centros sanitarios de África, el continente con más porcentaje de enfermos de VIH/SIDA). "No existen píldoras con la dosis adecuada para alguien de la edad de Joana", explicó José María Marín, "por lo que se tiene que llevar una tableta sin procesar que después debe mezclar con agua (un bien muy escaso en el sitio en el que ella vive), con el riesgo de perder una parte significativa del principio activo del medicamento".

Desde mediados de la década de los noventa, la ONG Médicos Sin Fronteras está intentando combatir la expansión del SIDA en África a través de diversos proyectos. MSF ofrece una atención integral que no sólo proporciona tratamiento a los ya afectados (en junio de 2005, dispensaba antirretrovirales a más de 40.000 personas, 3.000 de ellas niños), sino que también incluye la puesta en marcha de campañas de prevención y asesoramiento y la realización de pruebas gratuitas para intentar detectar la enfermedad lo antes posible.

Pero el VIH/SIDA no es el único mal endémico que diezma la población del continente africano. Hay otras muchas enfermedades, algunas de las cuales son igual o más mortíferas que el síndrome de inmunodeficiencia adquirida. Por ejemplo, la malaria, que acaba cada año con la vida de dos millones de personas. De hecho, es la primera causa de mortalidad infantil en África y motiva entre un 30% y un 50% de los ingresos hospitalarios anuales que se producen en todo el continente. En esos hospitales se sigue proporcionando un tratamiento que, según Médicos Sin Fronteras, está anticuado. "Y eso es debido", advirtió José María Marín, "a que no se financia el uso de la artemisinina o TCA, un medicamento algo más caro pero cuya eficacia ha sido ampliamente probada".

En América Latina, Médicos Sin Fronteras está luchando, entre otras cosas, contra el llamado "mal de Chagas", una enfermedad que se produce por la picadura de la vinchuca o chinche selvático y que actualmente afecta aproximadamente a 18 millones de personas (causando unas 45.000 muertes anuales). Casi un siglo después del descubrimiento de esta patología (ligada a la pobreza y a las malas condiciones de habitabilidad), el acceso a diagnóstico y tratamiento para la mayor parte de los infectados sigue siendo muy reducido. De hecho, muchos de ellos desconocen que lo están y con frecuencia mueren sin llegar a saber que la han padecido.

"El mal de Chagas", indicó José María Marín, "la enfermedad del sueño, la leishmaniasis, la malaria, la tuberculosis...., miles de personas mueren al día víctimas de enfermedades que han caído en el olvido de la comunidad internacional y que, en muchos casos, se pueden curar mediante un acceso regular a ciertos medicamentos". En este punto de su intervención, Marín hizo referencia a un dato estadístico que ya había expuesto Jorge Gómez Aracena: sólo trece de los 1.400 medicamentos que se crearon entre 1975 y 1999 fueron concebidos para tratar enfermedades tropicales; a su vez, en ese periodo de tiempo, únicamente el 10% de la investigación que han llevado a cabo las grandes corporaciones farmacéuticas se ha centrado en las patologías que más muertes causan en los países en vías de desarrollo.

En 1999, Médicos Sin Fronteras inició una campaña (llamada CAME) cuyo objetivo es hacer asequibles "para todos los pacientes y todos los países" las vacunas, medios diagnósticos y medicamentos esenciales que se han desarrollado durante los últimos años, estableciendo precios equitativos y asegurando la producción de aquellos fármacos cuya fabricación ha sido o puede ser abandonada por motivos de rentabilidad económica. "Hay que tener en cuenta", advirtió José María Marín Jiménez, "que niños como Joana aún no pueden acceder a los nuevos (y mucho más efectivos) medicamentos que ya existen contra el VIH/SIDA, pues todavía están 'protegidos' por los sistemas internacionales de legislación sobre patentes".

Con la intención de evitar que los intereses económicos prevalezcan sobre el derecho a la protección de la salud de los ciudadanos, MSF está presionando a los organismos internacionales (OMS, OMC, UE, etc.) para que favorezcan la aplicación de acuerdos comerciales que faciliten el acceso universal a los medicamentos esenciales y la posibilidad de fabricar fármacos "genéricos" (cuyos precios son muchos más asequibles). En este sentido, ha apoyado activamente la propuesta realizada por estados como Brasil o India para que la OMS impulse un nuevo modelo de I+D que dé prioridad a las necesidades de salud de los países en vías de desarrollo. "Para el futuro no tengo respuestas", señaló José María Marín en la fase final de su intervención en las Jornadas Críticas sobre Propiedad Intelectual de Málaga, "pero sí puedo hablar del presente. Y para mí, ese presente lo protagonizan niños como Joana que sólo si reciben un tratamiento adecuado podrán ir a clase, estar con su familia o jugar con sus amigos. Podrán, en definitiva, seguir vivos".

¿Para qué empleamos los medicamentos? ¿Por qué tomamos tantas "medicinas"? Con estas dos preguntas inició Antonio García Ruiz, profesor titular de Farmacología Clínica de la Universidad de Málaga, su intervención en la mesa redonda Patentes farmacéuticas y salud pública que se celebró el viernes 10 de marzo en el Archivo Municipal de Málaga. Desde el punto de vista de la economía de la salud, los medicamentos son bienes de consumo para los cuales existe un mercado. Su objetivo es generar salud y bienestar, es decir, hacernos "sentir bien" (lo que indirectamente beneficia el funcionamiento del sistema, pues mientras mejor se sienta un individuo, más consume y, sobre todo, más produce). Y aunque parezca paradójico, en esa "utilidad" está, a juicio de García Ruiz, el gran problema de los medicamentos, pues hay otras herramientas más adecuadas y efectivas para producir salud y bienestar, pero ni lo hacen de forma tan inmediata ni generan tanto negocio. "No hay que olvidar", señaló, "que el producto que más vidas ha salvado a lo largo de la historia de la humanidad es el agua".

Antonio García RuizDentro del mundo de los medicamentos hay muchos intereses implicados, desde los laboratorios que los producen hasta los gobiernos y organismos internacionales que regulan su comercialización y consumo, pasando por las centrales mayoristas que los distribuyen, las farmacias que los venden o las asociaciones de pacientes y consumidores que los utilizan. Ese juego de intereses múltiples da lugar a lo que García Ruiz describe como el "triángulo de la imperfección" que rodea la "vida final" de todo fármaco en el sistema sanitario actual. En un extremo de ese triángulo están los médicos que recetan los medicamentos que van a tomar los pacientes, pero que ni los pagan, ni los consumen. En otro extremo está el gobierno que es el que paga esos fármacos, pero ni los elige ni los consume. Por último, están los pacientes que, sin haber tomado la decisión y pagando sólo un precio testimonial (y en ocasiones, nada) por ellos, son los que, finalmente, los consumen. "Pero hay un factor", advirtió Antonio García Ruiz, "que puede empeorar aún más ese 'triangulo de la imperfección': cuando entra en escena un farmacéutico que ni decide, ni paga, ni consume el medicamento, pero que al tener potestad para elegir la marca, escoge aquella con cuya venta obtiene más beneficios". Todo esto conduce a lo que García Ruiz denomina un "modelo de esquizofrenia medicamentosa".

El proceso de creación y desarrollo de un medicamento se puede dividir en tres fases fundamentales. A la obtención de la síntesis química, le sigue una fase de investigación experimental o animal y una fase de investigación clínica. Esta última se subdivide en otras dos fases: una fase terapéutica exploratoria (cuyo objetivo es hallar posibles contraindicaciones y encontrar la dosis adecuada para cada tipo de paciente); y una fase confirmatoria (en la que el medicamento se prueba con pacientes reales en algún centro hospitalario). Para que un fármaco pueda salir al mercado (se pueda comercializar), tiene que pasar por todas las fases de ese proceso. Y en los últimos años, el periodo de duración de las distintas fases se ha hecho cada vez más prolongado (lo que, lógicamente, afecta al precio final de los medicamentos), pasando de los seis años que duraba el proceso completo a finales de la década de los setenta del siglo pasado, a los doce que tarda en la actualidad. "Sin olvidar", señaló García Ruiz, "que sólo unos pocos de los principios activos que se investigan se terminan comercializando como fármacos".

Un estudio elaborado por Joseph A. DiMasi señalaba que el coste medio de un medicamento en el año 2003 ascendía a 897 millones de dólares. A juicio de Antonio García Ruiz, esa cifra está claramente inflada ("casi duplicada"), pero refleja el aumento espectacular que ha experimentado, en poco más de veinte años, la fabricación de fármacos. "En 1980", recordó, "el coste de producción de un medicamento apenas llegaba a los 45 millones de dólares; ahora esa cifra se ha multiplicado por diez". La industria farmacéutica sufraga un 40% ó 50% de ese coste, mientras que el resto corre a cargo del Estado. "Pero el Estado", precisó, "sólo se compromete a poner ese dinero porque sabe que hay una industria que se responsabiliza del resto del proceso. Si no fuera así, no lo haría". Advirtiendo que no quiere ejercer de "abogado del diablo", sino plantear que en esta problemática hay más matices de los que, con frecuencia, se presuponen, Antonio García Ruiz cree que las patentes farmacéuticas son, a día de hoy, el único instrumento que existe para compensar los riesgos que asumen los laboratorios en el largo y costoso proceso de investigación y desarrollo de un medicamento.

Pero, ¿por qué son mucho más baratos los genéricos? En opinión de García Ruiz por una razón fundamental: su desarrollo y puesta en circulación no requiere inversión ni en investigación ni en experimentación pre-clínica y clínica. Para sacarlo al mercado, sólo hay que ser capaz de fabricarlo y de demostrar su seguridad y eficacia. De este modo, el tiempo medio que se tarda en amortizar un genérico es de apenas uno o dos años, mientras que en los fármacos con marca está en torno a los ocho años. Antonio García Ruiz también recalcó las posibles "contraindicaciones" que provocaría adaptar el precio de los medicamentos a la renta per capita de cada uno de los países en los que se distribuyen. Una medida que, según él, podría terminar generando "comercios paralelos", pues existiría la posibilidad que se presionara a los países que compran esos productos a precios reducidos para que los revendieran. "Y eso perjudicaría mucho a la industria farmacéutica", aseguró Antonio García Ruiz, "cuyo principal problema radica en que es objetivamente industria y subjetivamente farmacéutica".