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Conferencia de Antonio Lafuente: Cosmopolíticas: tecnología, patrimonio y procomún |
Antonio Lafuente, investigador científico en el Instituto de Historia del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), cree que es posible trazar un paralelismo entre finales del siglo XVIII (la época de la Ilustración) y el momento actual pues, a su juicio, estamos en un periodo histórico en el que desde diversos frentes se "está intentando promover una restitución de la modernidad que se articule en torno a nuevos valores y que rompa las fronteras que existen entre expertos y profanos, entre alta y baja cultura, entre ciencia y política". Por ello, Lafuente se siente muy optimista ante el futuro ("es un buen momento para crear y combatir") y considera que no tiene sentido adoptar una actitud tecnófoba que sólo conduce al ostracismo social, político y cultural. "Es mucho más productivo", aseguró, "ser tecnófilos y hallar fórmulas de acción que nos posibiliten usar el potencial transformador de las nuevas tecnologías para ponerlas al servicio del procomún (esto es, al servicio de aquellos bienes comunes que son de todos en general y de nadie en particular)". Un ejemplo paradigmático de esa reapropiación del conocimiento científico y tecnológico está en el movimiento del software libre que, en su opinión, ha demostrado de forma muy elocuente que se puede desarrollar una tecnología sumamente sofisticada y eficaz "por y para el pueblo". "En la segunda mitad del siglo XVIII", recordó Antonio Lafuente en el inicio de su intervención en el seminario Reilustrar la Ilustración: universalismo, ciudadanía y emancipación (I), "las grandes (y no tan grades) ciudades europeas y americanas se llenaron de nuevos espacios (museos, jardines botánicos, bibliotecas...) en los que se almacenaban, catalogaban y exhibían rocas, plantas, tejidos, máquinas, maquetas, mapas, monedas, vidrios...". Todo un arsenal de objetos repetibles y ordinarios que, a priori, no tenían ningún valor de culto (pues no eran piezas únicas), pero que constituían emblemas significativos del espectacular desarrollo que había experimentado la ciencia (especialmente en ámbitos como la geología, la botánica, la arqueología, la etnografía o la ingeniería) durante aquellos años. "Estos objetos", explicó Lafuente, "eran fragmentos de un nuevo patrimonio compartido (procomún) que se estaba construyendo y reflejaban (a la vez que contribuían a producir) la forma de entender e interpretar el mundo del proyecto ilustrado que fue capaz de crear una nueva economía moral a partir de amplios consensos en torno a valores como la veracidad, el rigor, la publicidad, la utilidad o la objetividad". Sobre esos valores se fueron consolidando nuevas formas de sociabilidad que organizarían a partir de entonces la vida de los ciudadanos (desde los museos a los hospitales, pasando por la prensa o los nuevos medios de transporte). El desarrollo científico y tecnológico permitió que se crearan protocolos (virtuales) y herramientas (materiales) que servían para cualificar de forma "objetiva" y precisa (siguiendo criterios consensuados de antemano) el valor de las cosas. Así, tras su paso por el laboratorio (una institución propia de la Ilustración), el agua se convierte en H2O, un objeto típicamente científico que puede ser escalable, clasificable, comparable y representable de forma precisa y rigurosa, lo que le permite adquirir una cualidad "universal" (pues está cualificado según un código inventado ad hoc -para la ocasión- que establece reglas "válidas para todos", más allá de posibles diferencias culturales e idiomáticas). Según Antonio Lafuente, el hecho de que se comenzara a recurrir a esta mediación técnica y científica para articular los procesos de identificación, catalogación y nominación de la realidad, posibilitó que el conocimiento de las cosas saliera de los lugares donde tradicionalmente había estado depositado y pasara a la esfera de lo público. Resumiendo, durante la Ilustración los avances tecnológicos y científicos cambiaron la manera de interpretar y representar el mundo (de codificar la realidad), dando lugar a la aparición de nuevos bienes comunes (commons) que museos y otras instituciones parecidas (bibliotecas, jardines botánicos...) se encargaron de preservar, ordenar y difundir. "Nuestra época", advirtió Antonio Lafuente, "también está hambrienta de instituciones donde se pueda experimentar con los nuevos commons que han aparecido, y cuyo futuro, al igual que a finales del siglo XVIII, está íntimamente ligado al uso que se haga de las herramientas tecnológicas". Hay que tener en cuenta que los nuevos commons están seriamente amenazados por la privatización que promueve el capitalismo global. Para luchar contra esa amenaza, el autor de Guía del Madrid científico. Ciencia y corte piensa que se debe fomentar la creación de espacios públicos en los que, en una especie de versión actualizada de los museos de ciencias de finales del siglo XVIII, se pueda experimentar con estos nuevos commons de forma colaborativa y descentralizada. "Para ello", añadió, "se podría utilizar como modelo de referencia el software libre y extender la forma de actuar de los hackers informáticos a otros espacios del saber (la biomedicina, la genética, la nanotecnología...). Hay que tener en cuenta que una investigación reciente realizada por la Universidad de Stanford demostraba que el software libre es bastante más seguro y eficaz que el software propietario. Dicho estudio señalaba que una de las razones fundamentales de esa superioridad estriba en el hecho de que sus aplicaciones, desde que comienzan a desarrollarse, son testeadas (probadas) y mejoradas por decenas de miles de personas de todo el planeta, por lo que sus errores se detectan y corrigen con mucha rapidez. "El software libre", indicó Antonio Lafuente, "es un claro ejemplo de que a partir de formas de organización de la producción basadas en el trabajo descentralizado y colaborativo de comunidades meritocráticas (en las que es más el que más da), se puede desarrollar de manera muy eficaz y flexible una tecnología extremadamente sofisticada y que desempeña un papel clave en la sociedad contemporánea". En este punto de su intervención Antonio Lafuente puso otros ejemplos menos conocidos de utilización del potencial transformador de las nuevas tecnologías para llevar a cabo iniciativas que permitan sacar el conocimiento del dominio de los especialistas, permitiendo que individuos y grupos puedan cooperar y alcanzar un beneficio colectivo, sin la restricción abusiva que impone el mercado capitalista: la sumisión de cualquier actividad al valor absoluto de la propiedad privada. Es el caso de una activa comunidad virtual estadounidense formada por personas que padecen alguna enfermedad mental. Disponen de una web -a la que diariamente acceden unos doscientos mil usuarios- en la que hablan abiertamente de lo que sienten, desean y temen, intercambiando sus experiencias y conocimientos sobre aspectos "contingentes" y emocionales de su enfermedad (desde cómo combatir los efectos secundarios de ciertos medicamentos hasta la manera de encarar desde una perspectiva holística su situación). Aspectos a los que, por lo general, sus médicos no les suelen prestar atención, pues son irrelevantes desde el punto de vista de la racionalidad científica. "Una lente para comprender la realidad", precisó Lafuente, "que impide que, con frecuencia, estos profesionales sean capaces de ir más allá de las dimensiones meramente técnicas de una problemática compleja -la enfermedad mental- en la que influyen numerosos factores que se relacionan entre sí". El avance tecnológico ha permitido que personas que padecen el mismo problema y que hasta ahora se sentían aisladas, puedan compartir sus dudas, experiencias y conocimientos, reapropiándose de su identidad de "enfermos" e incluso obligando a los médicos a repensar su posición. Internet también ha servido para poner en contacto a personas de todo el mundo que sufren un mal ligado al actual estilo de vida y a las transformaciones del medio ambiente: la electrosensibilidad, una enfermedad "civilizatoria" de la que se sabe muy poco pero que, según cálculos recientes, padece entre el 3 y el 5% de los ciudadanos de los países desarrollados. Las personas "electrosensibles" (en su mayor parte, mujeres) experimentan síntomas muy variados (desde quemazones en la piel o urticarias generalizadas a, en los casos más graves, el llamado síndrome de la fatiga crónica) cuando están cerca de alguna o varias fuentes de emisión de campos electromagnéticos. Se trata de una "especie de alergia a la vida moderna" que puede inhabilitar a quienes la sufren a tener un empleo y desarrollar muchas actividades cotidianas, pero que, al carecer, por el momento de un diagnóstico claro (y, por supuesto, de tratamiento) no se admite como causa justificada de baja laboral (salvo en Suecia). "Hasta hace cuatro o cinco años", recordó Lafuente, "las personas afectadas por esta enfermedad eran invisibles (su mal ni siquiera tenía nombre). O, en otros términos, la ciencia médica era incapaz de visualizar su padecimiento como un objeto científico que permitiera identificarlos como integrantes de una comunidad de afectados". Gracias a Internet pudieron coordinarse y pasar al activismo social, logrando que la Organización Mundial de la Salud (OMS) reconozca oficialmente la enfermedad o que en algunos países (Suecia, Alemania, Reino Unido...) sus reivindicaciones hayan empezado a tener cierta repercusión pública. El problema de la electrosensibilidad y de otras nuevas enfermedades civilizatorias está, según el autor de Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), en que no pueden ser cualificadas si se excluyen los planteamientos no científicos. Pero como dice Antonio Lafuente en su blog (http://weblogs.madrimasd.org/tecnocidanos/), el hecho de que los médicos no puedan "construir un modelo de enfermedad generalizable (apoyándose en test diferenciales, protocolos de diagnóstico, rutinas clínicas y prácticas terapéuticas)", no les da "el derecho a desdeñar las vivencias personales o, como es frecuente, a encasillar el sufrimiento en el cajón sin fondo de las enfermedades mentales". Este caso nos sitúa, según Lafuente, ante una de las paradojas de la modernidad: hay cuestiones y fenómenos que no se pueden convertir en objetos científicos. "El cuerpo", explicó, "está regulado por un número inmanejable de variables relevantes y sus reacciones no se pueden medir únicamente con los instrumentos de aprehensión y catalogación de la realidad que ha inventado la razón científica". Durante su intervención en el seminario Reilustrar la Ilustración: universalismo, ciudadanía y emancipación (I), Antonio Lafuente también hizo referencia a tres proyectos de artistas contemporáneos que, a su juicio, muestran tanto los riegos como las potencialidades del actual desarrollo científico y tecnológico. En primer lugar, la propuesta de Natalie Jeremijenko, profesora de la Universidad de California (UCLA), de plantar por la bahía de San Francisco miles de nogales clonados. A pesar de partir del mismo contenido genético, cada uno de esos nogales se ha desarrollado de forma distinta. Algo que, en opinión de Lafuente, "demuestra que el determinismo genético es una falacia", pues el desarrollo de un ser vivo depende no sólo de su base genética y de las condiciones medioambientales (la humedad, el terreno...) en las que crezca, sino también de innumerables y a menudo impredecibles factores sociales y culturales. En segundo lugar, Antonio Lafuente hizo mención a las propuestas de "arte transgénico" del brasileño Eduardo Kac cuyo objetivo es crear "organismos vivientes singulares" (como Alba, una coneja que se vuelve fluorescente cuando está expuesta a luz azul) a partir del uso de diferentes técnicas de ingeniería genética. De este modo, Kac explora la flexibilidad de la noción de sujeto en el mundo postdigital y nos enfrenta a los nuevos conflictos éticos que generan los avances de la biotecnología, haciendo visibles los intereses económicos y políticos que hay detrás del espectacular desarrollo que ha experimentado la ingeniería genética en los últimos años. "La obra de Eduardo Kac", señaló Lafuente, "nos hace tomar conciencia de que los temas relacionados con la biotecnología nos afectan a todos, por lo que tendrían que ser objetos de debate público y no dejarse sólo en manos de los expertos (que, con frecuencia, están vinculados a corporaciones interesadas en explotar el potencial de negocio de la ingeniería genética)". El tercer y último artista al que aludió Antonio Lafuente fue Christophe Bruno que este año ha presentado en el festival Transmediale de Berlín su proyecto Human Browser (Navegador -web- Humano), una instalación en la que una persona repite las palabras que le envía un ordenador al que está conectado por unos auriculares mediante tecnología bluetooth (estándar global de comunicación inalámbrica que posibilita la transmisión de voz y datos entre diferentes equipos mediante un enlace por radiofrecuencia). Esas palabras son las que aparecen en la primera página de resultados de una búsqueda realizada en Google por el propio Christophe Bruno a partir de las circunstancias que rodean a los "humanos" que participan en ese momento en la instalación. El resultado es un discurso carente de sentido, algo que, según Bruno, se debe a que la tecnología disponible aún no permite hacer un seguimiento y rastreo suficientemente exhaustivo y contextualizado. "Pero cabe la posibilidad", advirtió Lafuente, "de imaginar un Google del futuro capaz de hacer una búsqueda mucho más precisa y que, por tanto, enviaría al Human Browser una secuencia de palabras que, inteligentemente adaptadas a la circunstancia local, podrían configurar un discurso bastante más coherente, hasta el punto de que el cyborg creado por Bruno pasara por humano". Antonio Lafuente considera que es muy importante que haya artistas como Natalie Jeremijenko, Eduardo Kac o Christophe Bruno que produzcan "experimentos pánicos" que planteen que todos somos, a la vez, víctimas y beneficiarios potenciales del desarrollo tecnológico. A su juicio, estos experimentos demuestran la necesidad de poner en marcha diferentes estrategias de reflexión y acción que permitan crear "estructuras e instituciones" que defiendan que el control sobre los commons de la sociedad contemporánea no esté exclusivamente en manos de científicos, expertos y profesionales. "Porque en ese caso", alertó Antonio Lafuente en la fase final de su intervención en la sede de La Cartuja de la Universidad Internacional de Andalucía, "todas las máquinas y protocolos que hacen funcionar los múltiples dispositivos tecnológicos que nos rodean y constituyen (pues producen y sostienen nuestra sociabilidad), corren el peligro de terminar al servicio de intereses privados". También habría que evitar que el Estado se apropie de ellos, pues entonces dejarían de ser bienes comunes (que son de todos en general y de nadie en particular) y se convertirían en bienes públicos (susceptibles, por tanto, de ser privatizados). |