Explicar el mundo a partir de lo ocurrido



Aunque la violencia circula por todas partes, cotidianamente, dando zarpazos a veces brutales y a veces sutiles, fue el 11 de marzo de 2004 cuando acercó los horrores de la guerra a la puerta de casa. El vacío que esta constatación produjo permitió que preguntas tan radicales como "¿qué sentido tiene la vida que estoy viviendo?" se abrieran paso desplomando el individualismo que habitualmente constituye las relaciones sociales, y que se tejieran enormes redes de solidaridad para que eso de que "todos íbamos en ese tren" no quedase en mera palabrería.

Los padres y madres, hermanos y hermanas, esposos y esposas que el 11-M perdieron a sus hijos, a sus hijas, sus hermanos, sus parejas; las personas heridas, las personas afectadas... sintieron el abrazo activo de una sociedad que no miró para otro lado. Sin embargo, la "normalidad" insiste en colocar de nuevo a cada cual en su posición. Y ¿cuál sería la posición reservada para las víctimas?

Las personas que han sufrido cualquier forma de violencia, pero especialmente la violencia política, aquella que es consecuencia directa de las decisiones calculadas de otros, desde un enorme vacío acometen la ingente tarea de hacer frente a pérdidas irreparables y de encontrar sentido a lo absurdo, pues a partir de una ruptura vital las cosas ya no vuelven a ser como eran antes, y el mundo exige ser explicado, partiendo de cero, a través de lo ocurrido. Es entonces cuando una y otra vez las mismas preguntas martillean sin cesar: ¿por qué esto?, ¿por qué a mí?

Si una de la preocupaciones vitales más constante es construir un sentido para cada una de las vidas, ¿cómo dar un sentido al dolor y a un sufrimiento que, de por sí, siempre son absurdos? ¿Qué mundo nos presentan quienes sufren de ese modo? ¿Cómo se despliega, ahí, la vida?

Estos interrogantes abren muchos caminos posibles. Unos conducirán a la fijación de una identidad de víctima, algo así como un estigma, que se convertirá en el centro de creencias, sentimientos y conductas sociales. Otros lucharán por desbordar esa identidad pasiva y estigmatizante para seguir siendo alguien que, a pesar del dolor, no se ha convertido en un objeto de la fatalidad y, por tanto, no ha sido vencido.

La travesía por unos u otros caminos es un extenuante recorrido personal. Los procesos de victimización pueden ser útiles para que unas políticas dispongan de un arma arrojadiza contra otras; pueden servir para mantener la hegemonía en una relación de fuerzas, o ser argumentos vivientes que justifiquen tales o cuales medidas. Pero ello se hará a costa de atar el destino de esas víctimas a un enorme sufrimiento, de condenarlas al embotamiento y a la confusión, de usarlas y manipularlas interesadamente; en definitiva, a costa de sumirlas en un agujero negro. Ciertamente, una de las posibles maneras de significar el dolor es convertirlo en victimismo, pero ¿cuál sería el beneficio social que justificaría tal sacrificio?

Despojarse del victimismo no es simplemente una elección personal que puede ser más o menos facilitada por profesionales y no es algo que se haga de una vez por todas. No es cuestión de un reparto equitativo, de un cálculo de meras proporciones. Requiere condiciones ambientales propicias; reparación no ya material o económica sino social y política, y la puesta en marcha de actuaciones concretas que los movimientos sociales no pueden obviar. Requiere permitir que afloren las historicidades singulares; que los afectados, las afectadas, se reapropien de su historia, sin invadirlas, sin presuponer cuáles son sus necesidades, sin acentuar ni prolongar el padecimiento, cada cual por su propio camino, sin despersonalizarlas amalgamándolas en un bloque homogéneo. Requiere, también, de espacios colectivos donde la comunicación desde el sentir, y no desde las ideologías, permita la participación directa e inmediata de unos en la vida de otros sin asfixiar la libertad. Y, por supuesto, requiere del cuidado de estos espacios que, por su fragilidad, siempre van a tener que estar trabajando por reconstruir lo común.

El acompañamiento a las víctimas no es sólo una tarea asistencial reservada a los especialistas. No es sólo un asunto de los servicios sociales. Es la capacidad para ver la muerte y rebelarse ante ella, para asumir que esto no funciona, que es intolerable y que las condiciones de vida hiperprecarias sitúan a la mayoría de la humanidad permanentemente al borde de la catástrofe, personal o colectiva. Es un acompañamiento que requiere cruzar una frontera; estar ahí donde se elaboran los modos de entender, sentir y actuar; hacerse tan frágil como otros; mirar el mundo desde una salvaje oscuridad; comunicar con la escucha y el silencio; desplegar una ética cálida, femenina; abrirse a la sensibilidad y al afecto; reconocer otras víctimas en otros escenarios sociales contemporáneos. Porque todo pensamiento está situado, y siempre mira desde algún lugar.



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