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Conferencia de Jacques Rancière: El nuevo odio a la democracia

Jacques RancièreVivimos en países que no sólo se autodenominan "democracias", sino que también se autoasignan la misión de propagar este régimen político por todo el planeta (un objetivo que, en ocasiones, tratan de conseguir incluso recurriendo a la fuerza). Sin embargo, es cada vez más frecuente que en el seno de las élites intelectuales y gubernamentales de estos países surjan discursos que de forma agresiva y escandalizada alerten de que ciertas materializaciones de la "democracia" están siendo un obstáculo tanto para el progreso y el desarrollo de la sociedad como para la protección de principios y valores morales que salvaguardan y/o representan el "bien común". "Según estos discursos", señaló Jacques Rancière en el inicio de su intervención en el seminario Nueva derecha: ideas y medios para la contrarrevolución (II), "la democracia no es sólo una forma corrupta de gobierno, sino el reflejo de una profunda crisis de la civilización que afecta a la sociedad y al Estado a través de ella".

A juicio de Jacques Rancière, profesor emérito de Filosofía en la Universidad de Paris-VIII y autor de libros como Leçon d'Althusser o El desacuerdo. Política y filosofía, habría que analizar si esta tendencia creciente de odio a la democracia demuestra que ésta, despojada de sus vestiduras, es algo muy diferente (y, por ello, más temible y peligroso para las oligarquías políticas y económicas) de lo que ciertos consensos instituidos en las últimas décadas habían planteado que era. Según esos consensos, la "democracia" se definía por oposición a otro régimen político -el totalitarismo- y se asociaba no sólo a una forma de gobierno basada en el sistema de partidos y en la representación parlamentaria, sino también a una estructura económica (el libre mercado) y a un modo de vida social específico (que se articulaba en torno al respeto de las libertades individuales). Desde esa premisa, la caída del Muro de Berlín y el desmantelamiento del bloque soviético se interpretó como un hecho que reflejaba la victoria de esta noción de la democracia (que podría describirse como "democracia liberal") frente al totalitarismo (y su llamada "democracia real"), e incluso dio lugar a la formulación de una teoría triunfalista que gozó de gran eco mediático a principios de los años noventa: la tesis de Francis Fukuyama de que había llegado el fin de la Historia (pues preveía que la "democracia liberal" se extendería por todo el planeta y los ciudadanos podrían satisfacer todas sus necesidades y aspiraciones a través de la actividad económica). Sin embargo, tras desvanecerse la amenaza soviética, ese consenso (que presuponía que se había alcanzado una relación más o menos armoniosa entre el poder del pueblo, la economía de mercado y la libertad individual) comenzó a tambalearse.

Este cuestionamiento de la "democracia" se está produciendo de forma muy especial en Francia, donde en los últimos años el poder político ha intentado deslegitimar movilizaciones, fenómenos sociales e incluso resultados electorales que ponían en peligro su monopolio en la gestión de lo común. Por ejemplo, ante las movilizaciones que se produjeron en 1995 contra la reforma del sistema de pensiones, la oligarquía política denunció el "egoísmo" de unos trabajadores que anteponían la conservación de "privilegios adquiridos" al progreso de la sociedad. Diez años más tarde, describía la victoria del "No" en el referéndum que se celebró en el país galo sobre la Constitución Europea como una muestra de la "ceguera" y de la cobardía de amplios sectores de la sociedad francesa que en vez de enfrentarse con espíritu constructivo a los desafíos de la globalización, adoptaban una actitud puramente defensiva que sólo conducía al inmovilismo y al aislacionismo.

Para deslegitimar éstas y otras acciones y movilizaciones, el poder político recurre frecuentemente al calificativo de "populistas" (un término muy estigmatizado), describiéndolas como "efectos perversos de la democracia" que impiden la aplicación de medidas que, aunque pueden tener consecuencias negativas a corto y medio plazo para ciertas capas de la población, son necesarias para adaptarse a las exigencias del nuevo orden político y económico. A juicio de Rancière, tras esa descalificación se oculta la defensa implícita de una "nueva legitimidad" basada en el "gobierno de los expertos" (frente al "gobierno de todos" que sería la democracia), pues parte de la premisa de que sólo una élite política -nacida y/o convenientemente formada para gobernar- es capaz de tener la visión estratégica adecuada y las habilidades "técnicas y científicas" necesarias para saber cuáles son las decisiones que hay que tomar para propiciar el "progreso de la sociedad". Un progreso que pasa por la necesidad de adaptar las legislaciones nacionales a las leyes de capitalismo global.

Jacques RancièreEste nuevo discurso antidemocrático (cada vez más presente, en sus múltiples encarnaciones, en los medios de comunicación franceses) se ha reapropiado de conceptos y planteamientos desarrollados por el marxismo. "Por ejemplo", precisó Jacques Ranciere, "el de 'necesidad histórica'. Si Marx presuponía que el curso de la historia llevaría al triunfo del socialismo, este discurso mantiene la visión teleológica pero cambia el horizonte de emancipación: el movimiento de la historia nos conduce irremediablemente a la expansión global de la economía de mercado y de la lógica capitalista". Por otra parte, también se reapropia de la crítica marxista a la doctrina de los derechos humanos y denuncia que la democracia está generando un estilo de vida individualista e insolidario que diluye los lazos sociales, impide la transmisión de valores entre las distintas generaciones y crea ciudadanos egoístas y socialmente autistas que sólo se preocupan por satisfacer sus propias necesidades y pulsiones. En este sentido, Jacques Rancière recordó que influyentes intelectuales franceses como Marcel Gauchet o Alain Finkielkraut han llegado a afirmar que la revuelta de los jóvenes de los barrios periféricos de las ciudades francesas que se produjo en noviembre de 2005 es una consecuencia indirecta de una interpretación perversa de esta doctrina. Pues como otros muchos ciudadanos, estos jóvenes -hijos de la democracia, es decir, del "reinado de los deseos ilimitados de los individuos"- identifican la doctrina de los derechos humanos como el derecho que ellos tienen a acceder, sin esfuerzo y sin contraprestaciones, a todo tipo de bienes y servicios.

En este punto de su intervención, el autor de El maestro ignorante recordó que el origen de este nuevo sentimiento antidemocrático ("no del odio a la democracia, que es tan viejo como la democracia misma", matizó Rancière) se remonta a principios de los años ochenta del siglo pasado, cuando sociólogos como Christopher Lasch o Gilles Lipovetsky comenzaron a hablar de "narcisismo democrático". Para Lipovetsky, la sociedad de consumo no era el escaparate propagandístico que utilizaba el capitalismo para ocultar su dinámica explotadora (como pensaba la crítica marxista), sino el tipo de sociedad que realmente deseaba la mayor parte de los ciudadanos de los países democráticos. Desde una óptica mucho más pesimista, otros autores (como Christopher Lasch) empezaron a plantear que esos ciudadanos habían perdido su condición de sujetos políticos para convertirse en sujetos-consumidores, en seres "narcisistas" a los que sólo les interesa satisfacer sus deseos y que utilizan criterios muy similares a la hora de decidir qué productos compran en un supermercado o qué partidos y/o candidatos eligen en unas elecciones.

De este modo, desde finales de los años ochenta, en amplios sectores de la intelectualidad francesa empezó a extenderse la tesis de que la democratización suponía una catástrofe civilizatoria pues sólo servía para provocar la emergencia de un feroz individualismo consumista que arrasaba con cualquier intento de fomentar y preservar el "bien común". Frente a la expansión de este "reinado de los deseos ilimitados del individualismo consumista", había que crear mecanismos que permitieran salvaguardar instituciones tradicionales -la escuela, la familia, la religión...- que, además de favorecer la cohesión social y la defensa del bien común, representaban un límite a la infiltración de la lógica consumista en todas las esferas de la vida de los ciudadanos. Esto coincide con la expansión en Francia de un discurso revisionista sobre Mayo del 68 que planteaba que el triunfo de esta lógica individualista sólo había sido posible gracias al cambio de mentalidad que propició este movimiento (que había perseguido la destrucción de todas las barreras que obstaculizaran la obtención de placer). "Algo parecido a lo que pensadores tradicionalistas del siglo XIX dijeron de la Revolución Francesa", recordó Jacques Rancière, "a la que acusaban de haber provocado la destrucción de todas las instituciones que aseguraban la estabilidad de la sociedad y garantizaban la protección de los más débiles".

Lo paradójico es que estos enunciados antidemocráticos no sólo han sido elaborados y difundidos por personajes vinculados a círculos intelectuales tradicionalistas y reaccionarios, sino también por filósofos, sociólogos, periodistas o escritores que se consideran progresistas e incluso por antiguos "sesentayochistas" que conciben ahora la democracia como fuente de todos los males de nuestra época. Mezclando aportaciones de la crítica marxista al poder del mercado con las ideas de los situacionistas sobre la sociedad del espectáculo o la concepción del "individuo democrático" desarrollada por la sociología postmoderna, gran parte de estos intelectuales "izquierdistas" han centrado sus diatribas antidemocráticas en el sistema educativo al que consideran responsable del profundo declive moral y social de la sociedad francesa. Según algunos de los principales portavoces de esta corriente que se autoconsidera heredera de la moral "republicana", el individualismo consumista (concebido como "perversión igualitaria") que ha fomentado el sistema democrático, está detrás de la "rebelión desideologizada" de los jóvenes de los banlieues en noviembre de 2005, pues sus protagonistas no aspiraban a transformar la sociedad, sino a liquidar los obstáculos que hay entre ellos y los bienes de consumo que desean. Como antídoto a esta decadencia, proponen una reestructuración integral del sistema educativo que permita que la escuela vuelva a convertirse en un espacio para la transmisión de valores colectivos "trascendentales", escapando de un relativismo pedagógico que impide la formación de ciudadanos responsables, cívicos y solidarios.

A juicio de Jacques Rancière, con la profusión de todos estos discursos apocalípticos sobre las consecuencias negativas de la democracia, la nueva ideología antidemocrática consigue dos cosas. Por un lado, oculta bajo su denuncia del individualismo consumista su miedo a que la materialización de los principios democráticos (igualdad, respeto de todas las diferencias, capacidad de cualquiera para intervenir en su entorno...) desplace a las élites políticas e intelectuales de la toma de decisiones. De hecho, no critican a las instituciones que pretenden encarnar el poder del pueblo (el parlamento, el sistema de partidos...), sino que denuncian el uso que de la democracia está haciendo el pueblo. "No reclaman una democracia más real (por el contrario, piensan que ya lo es en exceso)", subrayó Jacques Rancière, "sino que se quejan del pueblo y de sus costumbres". Por otro lado, han tratado de desacreditar toda las formas de revuelta y resistencia que se han llevado a cabo en los últimos años contra el orden político y económico (desde Mayo del 68 a las protestas contra los Contratos de Primer Empleo de la primavera de 2006) con el argumento de que fueron, en realidad, "movimientos reactivos" que sólo buscaban el beneficio de colectivos sociales concretos (sin preocuparse por el "bien común") y que, de algún modo, han terminado contribuyendo a la consolidación del individualismo consumista.

A su vez, Jacques Rancière considera que el auge de estos discursos antidemocráticos (tanto en Francia como en otros países) refleja el final de un doble consenso que había en las sociedades occidentales hasta la década de los ochenta. Por un lado, se ha roto el pacto social que permitía que las oligarquías intelectuales y políticas mantuvieran el poder aunque éste, al menos nominalmente, estuviera en manos del pueblo. "Estas oligarquías", precisó Rancière, "perciben que ese poder se les puede escapar y, para evitarlo han recurrido a estos discursos que advierten que el pueblo -convertido en una mera agregación de individuos atomizados- representa un obstáculo para la gestión sensata y mesurada de asuntos políticos complejos". Por otro lado, también se ha deshecho el consenso crítico en torno a la democracia que había en la cultura de izquierdas. Si hasta finales de los años ochenta se había mantenido una actitud crítica respecto a la democracia desde la premisa de que era necesario profundizar más en ella (y lograr construir una "democracia real"), ahora gran parte de la izquierda desconfía de la democracia en sí misma, pues piensa que es la herramienta fundamental del capitalismo para imponer su dictadura consumista.

Pero, ¿qué tipo de forma de gobierno y de marco civilizatorio está amenazado por esta "perversión igualitaria" que, según esta nueva ideología antidemocrática, obstaculiza el "progreso social" y la protección de los intereses colectivos? En opinión de Jacques Rancière lo que realmente está amenazado es el "gobierno de los expertos" y la autoridad de los "guardianes de la tradición". "Aunque ésta no es una polémica nueva", aclaró, "pues ya en los orígenes de la reflexión filosófica occidental sobre la política, hubo pensadores que advirtieron de los efectos devastadores de la democracia". Así, en el capítulo VIII de La República, Platón definió la democracia como "el reino del placer individual" y mostró su rechazo al intento del "hombre democrático" de instaurar la igualdad de todos los individuos, lo que implicaba derribar el reparto de roles que permitía la estabilidad del orden social. Platón concebía la democracia como una forma de gobierno perversa y decadente ("un mundo al revés en el que las mujeres quieren ser hombres, los jóvenes viejos y los alumnos maestros") que rompía con todas las formas de autoridad natural conocidas. En este sentido, en un pasaje de uno sus últimos diálogos, Las Leyes, calificaba la democracia como un "gobierno del azar" (en la que los gobernantes son elegidos por una especie de sorteo), algo, a su juicio, monstruoso pues propiciaba que los gobernantes no fueran los "mejores" sino personas que, por falta de cualidades innatas o de instrucción adecuada, no estaban preparadas para ejercer esa función.

"En gran medida", afirmó Jacques Rancière, "también detrás de los nuevos discursos de odio a la democracia, está esta presunción de que las tareas de gobierno deben reservarse a una élite intelectual nacida y/o preparada para llevarlas a cabo. Aunque para conjurar la amenaza de un posible gobierno de los que no tienen cualidades para gobernar, utilicen el argumento de que la democracia sólo sirve para fomentar la emergencia y expansión de una subjetividad consumidora errática y caprichosa". Todo esto nos permite, según el autor de El viraje ético de la estética y la política, repensar positivamente la noción de democracia que, en su opinión, no se puede concebir únicamente como una forma de gobierno representativo. "El gobierno representativo", explicó, "es el gobierno de aquellos que son representativos, es decir, de una minoría cualificada a la que históricamente se ha otorgado la capacidad de gobernar (de hecho, la 'representatividad' ha sido un instrumento que han utilizado las élites políticas para reproducirse)". La democracia, en cambio, sería, como indica su propia raíz etimológica, el "gobierno de todos" (la autoridad del pueblo) y supone darle el poder a quienes no tienen competencia -por nacimiento o por formación- para ejercerlo.

Jacques RancièreEn este sentido, Rancière cree que la materialización de la democracia se produce más allá de formas gubernamentales pre-establecidas: a través de la incorporación al escenario de lo político de colectivos, enunciados y conflictos que estaban marginados de la esfera pública (una esfera que el poder siempre han intentado confiscar). "El trabajo democrático", puntualizó Jacques Rancière, "es siempre una acción de ampliación del ámbito de lo político" que posibilita introducir en el debate público asuntos que se consideraban privados (el sexo, la salud...) o que, en todo caso, se definían como problemas sociales (el trabajo, la educación...)". Tanto las acciones contra la reforma de las pensiones que se produjeron en 1995 como las movilizaciones para protestar contra los Contratos de Primer Empleo que se llevaron a cabo en la primavera de 2006 o los disturbios en los banlieues de noviembre de 2005 fueron, a su juicio, intentos -más o menos estructurados y efectivos- de ampliación del ámbito de lo político (y, por tanto, de profundización en la democracia) que el poder trató de deslegitimar con el argumento de que eran conflictos sociales y culturales protagonizados por colectivos a los que únicamente les movía el deseo de conservar y/o acceder a ciertos privilegios.

"Estos conflictos", indicó Rancière, "hacen visible el monopolio que siguen teniendo las élites gubernamentales para juzgar, disponer y decidir qué es lo que es bueno y qué es lo que es malo, qué es lo que nos conviene y qué es lo que nos perjudica". Hay que tener en cuenta que en la actualidad cada vez son más las decisiones que, en nombre de una supuesta "autolegitimidad experta", se toman al margen de la voluntad de la población, transfiriendo, por ejemplo, la gestión de asuntos claves para la marcha del planeta a organismos internacionales sobre los que los ciudadanos no pueden ejercer ningún tipo de control político. Según Jacques Rancière, esta decisión de arrinconar la "vieja legitimidad popular" en beneficio de una "nueva legitimidad experta" es una estrategia de las élites gubernamentales para conservar su monopolio en la gestión de lo común.

Para el autor de El desacuerdo es necesario comprender que la defensa de una "legitimidad experta" supuestamente capacitada para crear las condiciones que permitan un verdadero desarrollo de la democracia, no es más que un intento de las oligarquías políticas y económicas de conservar un dominio que han visto amenazado por los "excesos de la vida democrática". "Pero no hay horizonte de igualdad", señaló Jacques Rancière en la fase final de su intervención en la sede de La Cartuja de la Universidad Internacional de Andalucía, "si para alcanzarlo se utilizan dispositivos y herramientas que encarnan y fomentan la desigualdad". A su juicio, hay que aprovechar la oportunidad que nos brinda la ruptura de los consensos en torno a la democracia que había hasta finales de los años ochenta del siglo pasado, para que esta noción, despojada ya de todas las vestiduras con las que se ha intentado desactivar su potencial transformador y emancipador (permitiendo que el capitalismo se apropie del concepto), pueda recobrar su sentido etimológico: el "poder del pueblo". Esto es, para volver a entender la democracia no como una forma de gobierno representativo, sino como la "potencia de todos", como la rebelión contra las lógicas oligárquicas de los que no tienen cualidades -innatas o aprehendidas- para gobernar, como la "capacidad de cualquiera" de intervenir en su entorno y de gestionar su memoria, su presente y su futuro.