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Conferencia de Raúl Sánchez Cedillo: Neocons y guerra global permanente. Narraciones, pragmáticas y coyunturas |
El movimiento neoconservador estadounidense es una "especie singular" dentro de ese grupo amplio y variado de prácticas y discursos políticos que se pueden describir como nueva derecha. "Los neocons", señaló Raúl Sánchez Cedillo en el inicio de su intervención en el seminario Nueva derecha: ideas y medios para la contrarrevolución (II), "se declaran como inequívocamente democráticos (de hecho, su objetivo fundamental es exportar la democracia, aunque sea por medio de la fuerza, a todo el planeta) y han sido los pioneros de la contrarrevolución conservadora que ha condicionado la política internacional durante los últimos años. Y aunque el resultado de las elecciones legislativas que se celebraron en Estados Unidos el pasado 7 de noviembre ha supuesto un importante revés para sus proyectos y aspiraciones, su poder de influencia sigue plenamente vigente". Los orígenes de este movimiento se remontan a la década de los ochenta, pero fue con la llegada al poder de Georges W. Bush y, sobre todo, tras los atentados a las Torres Gemelas el 11 de septiembre del año 2001, cuando consiguieron imponer sus tesis dentro del partido republicano. Partiendo de la premisa de que Estados Unidos debía adoptar una política ofensiva para preservar su dominio en la escena internacional, los neocons han conseguido impulsar una dinámica de movilización general a través del uso reiterado y continuado de medidas de excepción. Para ello, han recurrido a una serie de mecanismos de neutralización y desactivación de la dialéctica política: la distinción tajante entre amigos y enemigos (o estás conmigo o estás contra mí); la identificación de sucesivos "peligros inminentes" (lo que posibilita mantener a los ciudadanos en tensión de forma continua); la difusión de la idea de que, al estar viviendo un momento de inestabilidad, es necesario dotar a una elite de gobernantes (una especie de aristocracia política con una visión estratégica de la que carecería tanto su población como los gobiernos de otros países) de poderes excepcionales para tomar decisiones sobre cómo hacer frente a los peligros que afectan a la nación. Pero, ¿representan los neocons una nueva forma de fascismo? A juicio de Raúl Sánchez Cedillo, en sentido estricto no ("ya que no son una mera reactualización folclórica del fascismo histórico"), pero sí desde el punto de vista de los efectos destructivos que han generado sus discursos y decisiones. "Los neocons", explicó, "han creado un escenario político que favorece el resurgimiento y la consolidación de nuevas formas de fascismo". El problema es que estas reencarnaciones actualizadas del fascismo no son fáciles de detectar ni de combatir, pues se alejan de los presupuestos coyunturales (y, por ello, más visibles y neutralizables) que marcaban la ideología de su antecesor y han sabido reciclarse (y renombrarse) para dar respuesta a las problemáticas sociales y existenciales de los ciudadanos contemporáneos. "Hay que tener en cuenta", advirtió Raúl Sánchez Cedillo, "que al igual que hiciera la ideología nazi en los años treinta y cuarenta del siglo pasado, estas nuevas reencarnaciones del fascismo establecen una relación muy ambigua con las instancias de transformación que genera la izquierda y el pensamiento crítico, convirtiéndose en una especie de reflejo invertido y monstruoso de las mismas". Se produce, por tanto, un "enmarañamiento de narraciones" que permite la confusión entre enunciados de transformación y enunciados reaccionarios. En este sentido, Paolo Virno considera que los efectos indirectos de Mayo del 68 (con su crítica del trabajo asalariado o su defensa de una realización de la singularidad de cada individuo en la comunidad) han servido de sedimento para la germinación del fascismo europeo de finales del siglo XX. Un fascismo que, en su opinión, constituye una "respuesta patológica al progresivo desplazamiento estatal de la soberanía y a la evidente obsolescencia que caracteriza al trabajo sometido a un patrón (lo que le hace estar en las antípodas del fascismo histórico)". Para Virno es necesario reconocer la "naturaleza de espejo con capacidad deformadora" de este nuevo fascismo, pues sólo desde ese reconocimiento se pueden comenzar a fabricar y desarrollar "antídotos" efectivos. En este punto de su intervención, Raúl Sánchez Cedillo analizó la coyuntura social, política y económica que ha propiciado la expansión de este movimiento neoconservador de carácter populista tanto en Estados Unidos como a nivel planetario. Una expansión que incluso ha afectado a gobiernos de corte socialdemócrata (como el de Tony Blair) que se han convertido en promotores directos de algunas de las tesis más beligerantes de los neocons del Pentágono: justificación de la guerra preventiva frente a amenazas potenciales, aprobación de medidas que recortan las libertades individuales para garantizar la seguridad... A juicio de Raúl Sánchez Cedillo, miembro del comité de redacción de las revistas Multitudes y Contrapoder, esta contrarrevolución conservadora se produce en un mundo marcado por la pérdida de hegemonía de Estados Unidos ante la emergencia de una difusa y compleja estructura de soberanía global (que Toni Negri y Michael Hardt denominan "Imperio") que, aunque coexiste con estructuras gubernamentales de ámbito nacional y/o local, cobra cada día más protagonismo. "El origen de ese declive", aseguró Raúl Sánchez Cedillo, "se remonta a la guerra de Vietnam, cuando comenzó a cristalizar el proyecto capitalista de crear un mercado mundial, cuyos primeros cimientos se habían colocado tras acabar la II Guerra Mundial (con la creación de las instituciones de Bretton Woods -Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional- y la formación de la Comunidad Económica Europea) y que tendría su primer gran punto de inflexión a finales de los años ochenta y principios de los noventa (con el derrumbe del bloque soviético y el fin de la Guerra Fría)". A diferencia del imperialismo de la era moderna (que representaba una extensión de la soberanía de determinados Estados-nación más allá de sus fronteras), el "Imperio" que construye la globalización no establece centro territorial de poder, no se basa en fronteras fijas y no tiene carácter piramidal. Según Negri y Hardt se sostiene sobre un poder descentrado y desterritorializado que se organiza en múltiples y cambiantes capas de autoridad y decisión. "El Imperio", escriben Negri y Hardt, "maneja identidades híbridas, jerarquías flexibles e intercambios plurales por medio de redes moduladoras de comando". En este nuevo marco de soberanía global, Estados Unidos seguiría conservando un "rol monárquico" al mantener el control del poder militar y de los flujos monetarios. Pero habría también una especie de élite aristocrática (a la que pertenecerían otros estados poderosos -Alemania, Canadá, Francia, Japón, China, Gran Bretaña...-, instituciones supranacionales como la OMC o el FMI y agrupaciones regionales del estilo de la Unión Europea) e incluso un tercer polo de autoridad que, en palabras de Raúl Sánchez Cedillo, podría describirse como la "cámara democrática del Imperio" (y que incluiría a los grandes grupos mediáticos y lobbys corporativos, pero también a ciertas ONGs y movimientos sociales). Giovanni Arrighi y Beverly J. Silver, autores de obras como El largo siglo XX o Caos y orden en el moderno sistema-mundo, piensan que pese a que Estados Unidos es una potencia en claro declive, posee recursos suficientes para convertir su decadencia en una agónica dominación explotadora. A juicio de Raúl Sánchez Cedillo, los primeros síntomas claros de la pérdida de hegemonía estadounidense aparecieron durante el mandato de Bill Clinton, un periodo en el que el gobierno norteamericano se adaptó sin demasiados traumatismos al poder creciente y policéntrico de la "globalización", aunque sin renunciar en ningún momento a su "rol monárquico" (de hecho, su presupuesto militar nunca disminuyó). Esto dio lugar a lo que Raúl Sánchez Cedillo califica como una "globalización dulce" que incluso permitió el desarrollo de una serie de contrapoderes bastante sólidos e influyentes, como el zapatismo (que desde lo local fue capaz de producir enunciados de validez global y que supo ver las potencialidades de las nuevas herramientas comunicativas y de la construcción de redes) o el movimiento altermundialista (que se gestó en los propios Estados Unidos, teniendo su primer momento de visibilidad en diciembre de 1999, cuando miles de manifestantes tomaron la ciudad de Seattle para protestar por la celebración de una cumbre de la Organización Mundial del Comercio). Este periodo de "globalización dulce" se desarrolló en un contexto de bonanza económica provocada por las expectativas de negocio que generó durante aquellos años la llamada "Nueva Economía" y el auge de las empresas punto-com. El éxito que obtuvo esta nueva modalidad de negocio basada en la producción cognitiva reflejaba, según Raúl Sánchez Cedillo, la importancia que había adquirido la "financiarización" en la economía global, propiciando un creciente aumento de la actividad financiera de las empresas no-financieras e incluso un creciente proceso de financiarización de la propia sociedad (pues los ciudadanos, al menos en los países occidentales, tienden a organizar su vida de acuerdo a una estricta lógica financiera). "El inicio de esta dinámica de financiarización de la economía", recordó Raúl Sánchez Cedillo, "se remonta a la década de los setenta, cuando en Estados Unidos se comenzaron a aplicar fórmulas que permitían la transferencia de rentas de los pobres a los ricos sin tener que recurrir a una expropiación directa". Hay que tener en cuenta que durante aquellos años se habían desarrollado una serie de luchas y prácticas políticas -tanto dentro de las propias sociedades occidentales (mayo del 68, el movimiento contracultural norteamericano...) como en otras zonas del planeta (América Latina, África...)- que habían conseguido que se profundizara en la construcción del Estado del Bienestar y que se llevaran a cabo iniciativas públicas para propiciar una redistribución más equitativa de la riqueza. Esto hizo que el gasto público aumentara considerablemente (provocando una profunda crisis fiscal), lo que impedía la obtención de las tasas de beneficio que exige la lógica capitalista (que sólo puede subsistir si mantiene un crecimiento progresivo). Para reconducir la situación, desde ciertos sectores económicos y políticos norteamericanos se impulsó una "revolución financiera" que favoreciera los movimientos especulativos del capital. Así, a principios de los años setenta, el estado de Nueva York decidió ligar sus presupuestos a diferentes mecanismos de financiarización (incorporando las rentas de los funcionarios públicos al mercado bursátil) y en 1979, Paul Volcker (por aquel entonces Presidente de la Reserva Federal), siguiendo la tesis de Milton Friedman de que las variaciones de la oferta monetaria son la principal causa de las fluctuaciones macroeconómicas, decretó un fuerte aumento de los tipos de interés para combatir la inflación (lo que, de facto, suponía una eliminación de las barreras que se aplicaban hasta entonces a las operaciones financieras). El "giro monetarista" de la economía estadounidense (y, por extensión, de la economía global) que había comenzado a gestarse en los años setenta, se consolidó durante la década de los noventa, cuando gracias a la expansión experimentada por las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información (que permitieron la generalización del uso de los ordenadores personales), la producción inmaterial adquirió un lugar central en la organización del trabajo. El capitalismo entraba así en una nueva fase de desarrollo (que Raúl Sánchez Cedillo denomina "capitalismo cognitivo"), en la que los procesos de valorización de las mercancías están condicionados por elementos puramente cognitivos o inmateriales. A juicio de Raúl Sánchez Cedillo es necesario no olvidar que todo este complejo fenómeno de financiarización de la economía deriva de las estrategias seguidas por el capitalismo para subsistir en unas condiciones sociales y políticas adversas por la emergencia de una serie de contrapoderes con bastante capacidad de influencia. En los años sesenta y setenta del siglo pasado, estos contrapoderes fueron capaces de popularizar un rechazo frontal a la noción de trabajo que promovía el capitalismo industrial, obligándole a salir de la fábrica y a infiltrarse en ámbitos que hasta entonces habían estado al margen de la economía de mercado. En este contexto hay que encuadrar la llamada "Nueva Economía" (símbolo de la primera fase de la globalización) que, en cierta medida, materializaba algunas de las aspiraciones fundamentales del movimiento contracultural norteamericano de los setenta: apuesta por un trabajo descentralizado y en red, incorporación de la creatividad y de la subjetividad al ámbito de la producción, disolución de las fronteras entre espacio de ocio y espacio laboral (entre vida y trabajo)... En la década de los noventa, el capital financiero apostó muy fuerte por esta nueva modalidad de producción cognitiva, pues pensaba que podría representar una fuente ilimitada de riqueza, ya que, a diferencia de la producción material, no se agota con su uso (no está sometida a la ley de los rendimientos decrecientes). Pero esta especie de utopía capitalista que dio lugar a lo que Raúl Sánchez Cedillo describe como una fase de "globalización dulce", comenzó a desvanecerse en el año 2000 (año en el que una sentencia de la Corte Suprema estadounidense obligó a Microsoft a dividirse en dos sociedades). La Nueva Economía dejó de percibirse como una fuente inagotable de recursos, lo que produjo una gran depresión de los mercados financieros y, al igual que en las crisis de sobreproducción clásicas, numerosas mercancías (en este caso inmateriales) se quedaron sin vender. Aprovechando esta coyuntura de crisis (acrecentada por el ataque a las Torres Gemelas), el movimiento neoconservador estadounidense, que llevaba tiempo luchando por lograr la hegemonía dentro del partido republicano (desde la época de Ronald Reagan), consiguió que sus teorías y estrategias guiaran la política internacional del gobierno de Georges W. Bush. Hay que tener en cuenta que en muchos textos realizados por intelectuales y políticos neocons antes del 11 de septiembre de 2001, ya se planteaba que si Estados Unidos quería seguir siendo la principal superpotencia del planeta en la era posterior a la Guerra Fría, debía asumir un rol imperial. A juicio de estos autores, esa hegemonía no se conservaría si se daba prioridad a lo económico -un poder blando, difuso- frente a lo militar (como estaba haciendo el gobierno de Bill Clinton), por lo que era necesario adoptar una actitud ofensiva y beligerante (recurriendo, "si fuera necesario", al uso de la fuerza). "Sin entrar en elucubraciones conspiranoicas", señaló Raúl Sánchez Cedillo, "parece indudable que el ataque a las Torres Gemelas fue la excusa perfecta para que los neocons pudieran poner en marcha su programa estratégico expansionista. Un programa diseñado antes del 11-S que ya preveía la invasión de Iraq y el derrocamiento del régimen de Sadam Hussein". Ya en estos textos anteriores al 11-S, los ideólogos neocons ("que si en algo son especialistas, es en política exterior", recordó Raúl Sánchez Cedillo) aseguraban que la prosperidad económica que se había alcanzado durante los dos mandatos de Bill Clinton, estaba ocultando la creciente pérdida de hegemonía de Estados Unidos. Y preveían que el final de ese ciclo de crecimiento iba a volver a sacar a la luz los verdaderos problemas de los que esta potencia debía ocuparse si quería mantener su posición hegemónica: el control de los recursos energéticos, la situación en Oriente Medio, la relación con China como nueva superpotencia, la re-ubicación en el marco internacional de los países de la Europa del Este... Mezclando los intereses geo-estratégicos con una visión providencialista sobre el "deber histórico" de Estados Unidos, los neocons consideran que sólo si se preserva la hegemonía norteamericana en la escena internacional, se podrá posibilitar la expansión global de la democracia (única vía, según ellos, de alcanzar la paz mundial). A su juicio, se debe exportar la democracia por todos los medios posibles, aunque sea recurriendo a acciones de carácter bélico o imponiéndola en contra de la voluntad de las poblaciones locales. Según Raúl Sánchez Cedillo, en esta justificación de la "democracia obligada" se puede apreciar la influencia del pensamiento de Leo Strauss que, basándose en filósofos clásicos (desde Platón a Nietzsche) llegó a defender la figura del "tirano ilustrado". En opinión de Strauss, la democracia es el mejor régimen posible, pero sólo puede desarrollarse si la sociedad en la que se implementa es lo suficientemente adulta. Si no lo es, Strauss considera legítimo imponer un gobierno provisional (aunque sea por la fuerza) que se encargue de crear las condiciones necesarias para el desarrollo de un marco democrático estable. Este razonamiento ha sido utilizado por los neocons para justificar la invasión y ocupación de Iraq. "Aunque la derrota de los republicanos en las últimas elecciones legislativas estadounidenses (con sus consecuencias para el gobierno de Bush) hace presagiar un cierto declive de los neocons a corto y medio plazo", aseguró Raúl Sánchez Cedillo en la fase final de su intervención en el seminario Nueva derecha: ideas y medios para la contrarrevolución (II), "la coyuntura global continua siendo propicia para que los enunciados de la nueva derecha obtengan un amplio respaldo social y condicionen el debate político". "El problema fundamental", concluyó, "es que, hasta la fecha, ni la izquierda oficial ni los movimientos sociales han sido capaces de fabricar las herramientas analíticas y discursivas que posibiliten detectar y contrarrestar de forma eficaz los efectos víricos de este nuevo populismo conservador". |