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Conferencia de Corey Robin: La batalla final: los neoconservadores después del fin de la guerra fría

Corey Robin En noviembre del año 2000, poco antes de la primera victoria electoral de George W. Bush, Corey Robin entrevistó a William F. Buckley e Irving Kristol, dos de los máximos representantes del pensamiento neoconservador estadounidense, quienes le insistieron en una idea a la que entonces no le dio importancia, pero que hoy, con la perspectiva del tiempo, le parece que explica muchas de las cosas que han ocurrido en el mundo durante los últimos cinco años. Buckley y Kristol aseguraban que la caída de los regímenes comunistas de Europa del este y el triunfo del libre mercado habían sido sólo una "bendición a medias" para los EE.UU, pues habían generado un clima de distensión que perjudicaba las aspiraciones imperialistas de este país.

Estos dos autores planteaban que en la historia de la humanidad, los países más poderosos siempre habían tenido aspiraciones expansionistas, y Estados Unidos, si quería seguir siendo la principal superpotencia del planeta en la era posterior a la Guerra Fría, debía asumir inmediatamente un rol imperial. El problema estaba en que si sólo basaba su estrategia de expansión global en los presupuestos del liberalismo económico (una ideología profundamente antipolítica donde el estado tiene escaso margen de maniobra y que hace prevalecer los intereses individuales sobre los nacionales), difícilmente podría fundar un nuevo orden internacional.

Corey Robin, autor del libro Fear: The History of a Political Idea (galardonado con el Best First Book in Political Theory Award de la American Political Science Association), recordó que Buckley y Kristol criticaron la, a su juicio, excesiva influencia de la forma de pensar empresarial en la política estadounidense, algo que, según ellos, afectaba tanto a los demócratas como a los republicanos. Para Kristol resultaba bastante paradójico que, en vez de debatir sobre qué medidas había que tomar para dirigir el rumbo de la política internacional, lo que centró la campaña en las elecciones presidenciales del año 2000, fue el problema de las pensiones. "Los historiadores del futuro", aseguraba, "no podrán comprender que ésa fuese la principal preocupación de unos políticos que aspiraban a gobernar el imperio más poderoso de la historia de la humanidad".

Corey Robin Corey Robin considera que para comprender la ambición imperialista de la administración Bush hay que enmarcarla en el contexto de la expansión en EE.UU. desde principios de los años noventa de un discurso neoconservador agresivo y rupturista que, tras el ataque a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001, fue asumido por el Partido Republicano en su conjunto (y también por numerosos políticos demócratas). Como publicaron algunos columnistas poco después del 11-S, la idea de que se podría construir un mundo pacífico y próspero regido exclusivamente por las leyes del mercado, no era más que un sueño frívolo e ingenuo que había tenido consecuencias terribles para EE.UU. Según estos autores, Bill Clinton, con su decisión de dar prioridad a lo económico (a un poder blando, difuso) frente a lo militar, había envalentonado a "enemigos de la libertad" como Osama bin Laden, favoreciendo la expansión ideológica y estratégica de Al-Qaeda y de otros grupos terroristas. Clinton pensaba que en el mundo globalizado Estados Unidos sólo podría mantener su hegemonía a través de la persuasión y no del uso de la fuerza. Esto es, invitando -y no imponiendo- a los otros países a que siguieran su modelo de vida.

Ya a principios de los años noventa, algunos líderes conservadores como Dick Cheney -que por entonces era Secretario de Defensa en el gobierno de Bush padre- habían mostrado su inquietud ante el hecho de que, con la desaparición del bloque comunista, EE.UU. tenía que hacer frente a nuevas amenazas que resultaban muy difíciles de detectar. Por su parte, Condoleezza Rice señaló en la campaña presidencial del año 2000 que la ausencia del contrapoder soviético, dificultaba la definición del "interés nacional". Hay que tener en cuenta que varios años antes Joseph Nye, uno de los principales asesores de Bill Clinton, había declarado que el "interés nacional" era el que quisieran los ciudadanos ("una idea que", según Corey Robin, "ningún político se hubiera atrevido a defender durante la Guerra Fría").

No hay que olvidar que la asunción total por parte del gobierno de Clinton de los principios capitalistas, con su defensa a ultranza de las bondades del Mercado Libre, representó un duro golpe para los conservadores que veían cómo su sueño de antaño -la caída del comunismo- se podía volver contra sus propios intereses. Pero ese panorama cambió tras el 11-S, cuando los estadounidenses, traumatizados por el golpe que habían sufrido en pleno corazón de Nueva York, volvieron a sentir que existían intereses nacionales que estaban por encima de sus deseos individuales. Para ellos, lo que estaba en juego era algo mucho más profundo que la prosperidad económica: el futuro de su modelo de vida. De este modo, muchos ciudadanos estadounidenses asumieron la propuesta de Buckley y Kristol de construir una "América imperial" sobre valores que no fueran únicamente el dinero y el libre mercado, recuperando así el impulso aventurero y emprendedor de los pioneros, su búsqueda de la virtud y la felicidad a través de la superación de obstáculos y dificultades. Sólo sintiéndose como un pueblo elegido capaz de sacrificarse por ideales nobles y elevados (y que no sólo se preocupa por su bienestar económico), la nación se podría sentir moral y espiritualmente renovada.

Corey Robin Herederos de pensadores conservadores como Edmund Burker, Nietzsche, Heidegger o Friedich von Hayek, los ideólogos neocon se ven a sí mismos como pensadores románticos y antiburgueses que defienden valores como el coraje, la entrega, el sacrificio, el patriotismo, la voluntad o el empuje vital. En el libro The Coming Anarchy (1994), el periodista Robert Kaplan ya advertía del peligro de que los estadounidenses se convirtieran en "burgueses sanos" que sólo se preocuparan por conservar su confort y fueran incapaces de tomar iniciativas para hacer del mundo un lugar más seguro y virtuoso. En la misma línea se manifestaron a finales de la década de los noventa otros autores como el columnista David Brooks o los historiadores Donald y Frederick Kagan. Para ellos, Bill Clinton era un jefe de Estado pasivo, débil e ingenuo que, al dejar el orden internacional en manos del mercado y preocuparse únicamente del confort material de sus ciudadanos, había hecho que EE.UU olvidara su deber histórico como el país que debía dirigir el rumbo de la política internacional. "Esto rompe", subrayó Corey Robin, "con el estereotipo de los conservadores como personas pragmáticas y desideologizadas que sólo se preocupan por la buena marcha de la economía".

Pero según Corey Robin, el sueño neocon de una "América imperial" está a punto de venirse abajo. El desastre de Irak, el amplio rechazo que suscitan las acciones y decisiones del gobierno de Bush en todo el planeta, el debilitamiento progresivo de sus aliados (José María Aznar, Tony Blair)..., están haciendo que el movimiento conservador estadounidense se encuentre cada vez más fragmentado. "Y a pesar de sus delirios de grandeza", señaló Corey Robin, "Bush va a ser recordado como el Lyndon Johnson del partido republicano (el sucesor de J.F. Kennedy como líder del partido demócrata)".

A juicio de Robin, una vez se fue cicatrizando el trauma provocado por el ataque a las Torres Gemelas, muchos estadounidenses comenzaron a dudar de la eficacia de la estrategia belicista adoptada por su gobierno y a desmarcarse de sus aspiraciones imperialistas. De hecho, pocos días después de que se iniciara la invasión de Afganistán, ya surgieron las primeras voces críticas que hablaban de que se podía crear un nuevo Vietnam, una impresión que ha cobrado mucha más fuerza con la experiencia de la "postguerra" iraquí, donde ya han fallecido más de 2.000 soldados estadounidenses.

No hay que olvidar que ese sueño neocon de crear un verdadero "Imperio Americano" (no sólo basado en el dominio económico, sino también en el geo-político) partía de la convicción de que EE.UU., como única superpotencia del mundo globalizado, tenía capacidad para controlar el devenir de la política internacional. "Pero eso no está ocurriendo", afirmó Corey Robin, "y la evidencia de ese fracaso refleja la fragilidad de las aspiraciones imperialistas alentadas por Buckley, Kristol, Kaplan y demás ideólogos de la nueva derecha norteamericana".

Corey Robin En este sentido, a día de hoy, nos enfrentamos a una situación tan peligrosa como paradójica. Por un lado, existe una élite política conservadora que desde una "visión utópica" del potencial bélico del ejército estadounidense (y de su capacidad para aniquilar a posibles enemigos), parece completamente desconectada de cualquier interpretación coherente del "interés nacional". Por otro lado, están los ciudadanos norteamericanos que en su mayor parte no comparten las aspiraciones expansionistas de su gobierno (o, al menos, no están dispuesto a sacrificarse por ellas). A esto se añade el distanciamiento -que ya comenzó a fraguarse con el fin de la Guerra Fría, pero que cada vez es más acusado- entre las élites empresariales y políticas.

Hay que tener en cuenta que las nuevas generaciones de empresarios estadounidenses carecen del interés que mostraban algunos de sus predecesores (Dean Acheson, los hermanos Dulles, Averell Harriman...) por los asuntos públicos. Ellos consideran que sus interlocutores directos son los empresarios de otros países y su única reivindicación política es que el Estado les garantice un marco legal sobre el que actuar sin interferir demasiado en sus operaciones. Igualmente son muy pocos los miembros del actual gobierno estadounidense que han tenido contacto con el mundo de la empresa (la mayor parte de ellos, antes de dedicarse a la política, trabajaban como periodistas, profesores universitarios o en algún otro sector de la industria cultural). Ambas élites conciben el mundo como un "escenario" sobre el que deben intervenir. Pero mientas los empresarios tienen una visión optimista ante las posibilidades que les brinda este nuevo escenario global para el desarrollo de sus negocios, los políticos neocon lo ven como un paisaje apocalíptico y oscuro donde se está escenificando un drama trágico que enfrenta al bien contra el mal, a la civilización contra la barbarie.