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Conferencia de Rocío Plaza Orellana: El baile, la empresa y el espectáculo. Historias de encuentros y desencuentros en los teatros europeos |
En el inicio de su intervención en el seminario La noche española. Flamenco, vanguardia y cultura popular, Rocío Plaza Orellana, autora del libro Bailes de Andalucía en Londres y París (1830-1850), mostró los planos del Teatro Principal de Sevilla (que estuvo en funcionamiento hasta mediados de la década de los cincuenta del siglo XIX), así como del edificio que ocupó la Ópera de París hasta 1875 y de su sede actual (diseñada por el arquitecto Charles Garnier). La diferencia más significativa entre el Teatro Principal de Sevilla y las dos sedes de la Ópera de París está en la distribución de sus espacios interiores: en el primero, casi no existen dependencias destinadas a "usos sociales" (sólo un pequeño vestíbulo y una cafetería); en los otros dos, hay numerosas estancias concebidas para el desarrollo de distintas actividades sociales.
En la Ópera de París había una sala amplia y diáfana que servía para que las bailarinas pudiesen ensayar antes de que comenzaran los espectáculos. Hasta la Revolución de 1830 (que llevó a Luis Felipe de Orleans al trono) en esta estancia sólo podía entrar un grupo muy restringido de abonados, pero a partir de ese año (tras hacerse con la dirección de la Ópera Louis Veron) se convirtió en un espacio de reunión social. "De este modo", subrayó Rocío Plaza Orellana, "la Ópera de París pasó a ser un lugar de moda nocturna en el que las bailarinas alternaban con un selecto grupo de hombres de buena posición que, en la mayor parte de los casos, pertenecían al exclusivo Jockey Club". Estos hombres también solían ocupar los palcos del proscenio que eran conocidos como los "palcos infernales". Uno de ellos fue el pintor Edgar Degas que recreó en sus cuadros las distintas dependencias del Teatro de la Ópera de París. Según Rocío Plaza Orellana, algunas de sus obras reflejan la perspectiva que se tenía del escenario desde los palcos del proscenio.
Durante los años del ballet romántico,
debido al clima de gran inestabilidad política que sufrió
Francia (en 1830 cambio tres veces de rey), el Marqués de las Marismas
y su esposa Carmen Aguado (un matrimonio sevillano que poseía una
inmensa fortuna) se convirtieron en propietarios del palco real del Teatro
de la Ópera de París. Este palco fue testigo de numerosos
problemas conyugales, pues el Marqués de las Marismas, además
de ser uno de los personajes más influyentes del París de
la época, se había convertido en protector y benefactor
de algunas bailarinas, algo que Carmen Aguado no veía con buenos
ojos. En este sentido Rocío Plaza Orellana aseguró que elementos
considerados secundarios como el rencor, la envidia, la pasión,
la fe o los celos han influido más de lo que habitualmente se piensa
en la construcción y evolución del espectáculo moderno.
Hasta 1830 la Ópera de París era una institución estatal que se subvencionaba con dinero público. Pero ese año se convirtió en una entidad privada (aunque seguía recibiendo ayuda del Estado) y el director comenzó a tener total autonomía para decidir el contenido de su programación y organizar todos los asuntos relacionados con la gestión del teatro. Entre 1831 y 1835, el director de la Ópera de París fue Louis Veron, un hombre muy rico que conocía bien el mundo de la prensa y al que le interesaban mucho los bailes españoles. "Fue el único director", aseguró la autora del libro Bailes de Andalucía en Londres y París (1830-1850), "que dejó un balance económico positivo cuando abandonó su cargo. Tras él, la entidad se fue endeudando cada vez más, hasta que en 1854 volvió a ser de nuevo de propiedad estatal". Con un gran olfato para los negocios, Louis Veron fue quien introdujo los bailes españoles -que ya habían llegado a la capital francesa en las primeras décadas del siglo XIX- en la programación del Teatro de la Ópera de París. En 1834 contrató a la compañía de Dolores Serral, Mariano Camprubí, Manuela Dubinon y Francisco Font que primero actuaron en los bailes de máscaras del carnaval (siendo acogidos con entusiasmo tanto por el público como por la prensa) y después presentaron sus "pasos españoles" (boleros, fandangos, zapateados, corraleras...) dentro de un espectáculo coreográfico centrado en el ballet clásico.
Si ya era difícil que estos bailes, tanto por
su carácter popular como por su expresividad formal, pudiesen incorporarse
de manera estable dentro de la programación de la Ópera
de París, hubo un hecho (en principio intrascendente pero que terminó
siendo decisivo) que lo complicó aún más. Mariano
Camprubí le pidió al encargado del taller de costuras y
utillerías de la Ópera de París que le introdujera
la funda de una faja dentro del calzón para remarcar su virilidad,
argumentando que eso animaba a las bailarinas que en España, aseguró,
"no levantaban nunca la mirada por encima de la cintura del hombre".
Esta anécdota fue circulando entre los empleados del teatro y extendió por todo los ambientes culturales de la capital francesa la idea de que los bailes españoles eran lascivos y voluptuosos. Poco apropiados, por tanto, para ser escenificados en un espacio elegante y refinado como la Ópera de París. La siguiente temporada, esta institución ya no contrató a la compañía de Dolores Serral que se tuvo que conformar con actuar en teatros menores situados en los arrabales de la ciudad, adaptando sus pasos españoles a distintos tipos de espectáculos populares. A juicio de Rocío Plaza Orellana esta historia refleja la importancia de la "murmuración, la infamia o los malentendidos en la construcción del negocio de los bailes españoles".
De hecho, no se volvieron a escenificar hasta marzo de 1844, año en el que la polémica y extravagante Lola Montes (que decía que era de Sevilla cuando, en realidad, había nacido en Gran Bretaña) estrenó un ballet que se tituló Don Juan que la prensa acogió de forma tibia pero respetuosa, valorando su esfuerzo pero planteando que no había cumplido las expectativas generadas. El escaso éxito que obtuvo con este espectáculo, unido a los escándalos en torno a su vida privada y a algunos desafortunados incidentes (en una de sus actuaciones se le salió un zapato que cayó sobre el público), provocaron que Lola Montes no volviera a actuar en la Ópera de París. "Y lo que es peor", añadió Roció Plaza Orellana, "agotó las posibilidades de que otras bailarinas españolas lo hicieran". A pesar de que los bailes españoles sólo consiguieron una presencia efímera en la Ópera de París (que era el lugar en el que se fraguaba el éxito a nivel internacional de un espectáculo coreográfico durante el siglo XIX), finalmente captaron la atención del público europeo y lograron hacerse un hueco en la programación escénica de ciudades de todo el mundo. Algo que, según Rocío Plaza Orellana, sólo fue posible gracias a la gran acogida que tuvieron en los teatros menores, secundarios, de arrabal. Teatros a los que sobre todo acudían trabajadores asalariados (es decir, aquellos que constituirían el grueso del público consumidor del siglo XX) y en los que realmente se construyó el espectáculo moderno. |