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Democracia. Estado de derecho y política internacional en el mundo árabe, Salima Ghezali |
Durante su intervención en la tercera jornada del seminario Representaciones árabes contemporáneas. Discursos críticos y pensamiento político, Salima Ghezali recordó que cuando escuchaba en la escuela la expresión "mundo árabe", nunca sentía que ella perteneciera a él. "Pues tenía la impresión, explicó, de que se referían a algo que estaba al margen de todo lo conocido, como si se encontrara fuera de la Tierra. Y yo siempre he sentido que estaba dentro del mundo real, del mundo a secas". Hablar de mundo árabe es hablar de un espacio extraño, lejano, exótico, oscuro, amenazante..., un mundo que es ajeno al sujeto que detenta la palabra (y, por tanto, el poder). Para Ghezali, la expresión "mundo árabe" es más una comodidad intelectual que una categoría conceptual rigurosa que aluda a una realidad geográfica, política y cultural bien definida. Además, desde la óptica occidental el "mundo árabe" se percibe como algo estático e indiferenciado que permanece anclado en una especie de pre-modernidad y es incapaz de evolucionar por su propia cuenta. Pero en el mundo árabe hay realidades socio-económicas, culturales y étnicas muy diferentes. Sin duda, según Salima Ghezali, los árabes comparten un imaginario común, un sentimiento de pertenencia a algo que no es sólo un espacio geográfico, sino un conjunto de referentes históricos y culturales y de aspiraciones políticas. Por ejemplo, la evocación de Al-Andalus (la época dorada de la civilización arabo-islámica) o la reivindicación de la Palestina ocupada y, más recientemente, de la liberación del Irak post-sadam. Además, se puede decir que existen una serie de constantes políticas históricas comunes, aunque en este aspecto habría que diferenciar entre los países del Magreb y de Oriente Medio, por un lado, y los de la península arábiga, por otro. En el primer caso, el nacimiento de los estados nacionales actuales se produjo de forma violenta, tras sangrientos y complejos procesos de luchas de liberación que enfrentaron a las poblaciones locales con los gobiernos coloniales europeos.
A juicio de Salima Ghezali es necesario rebatir las tesis culturalistas y esencialistas que plantean que la crisis actual del mundo árabe se debe al carácter fanático y pasivo de los musulmanes, a su incapacidad para alcanzar la modernidad por sus propios medios. "Esos planteamientos culturalistas, recordó Ghezali, olvidan que el colonialismo ha generado una profunda desestructuración social y política cuyas heridas no podrán cicatrizar en mucho tiempo". En Argelia, por ejemplo, en los 100 años que duró la lucha por la liberación nacional, el Estado francés no realizó ninguna concesión a los indígenas argelinos (a los que nunca consideró "sujetos políticos", identificándoles únicamente por su pertenencia a la religión musulmana) que sólo consiguieron mejorar su situación recurriendo a la violencia. Para Ghezali, aún admitiendo que no tiene sentido acusar al colonialismo del origen de todos los males del mundo árabe, ese dato histórico puede ayudarnos a comprender lo que ha ocurrido en Argelia durante la década de los 90. "No se puede negar, aseguró Salima Ghezali, que el colonialismo ha sido (y sigue siendo) un elemento determinante de la vida política de los países árabes, donde en muchos casos los militares que lideraron la lucha contra la tiranía colonialista, se han terminado convirtiendo en los nuevos opresores". Tras conseguir la independencia, en Argelia, se logró encauzar por medios políticos las luchas internas que enfrentaban a los distintos sectores implicados en la liberación nacional. Hay que tener en cuenta que el consenso es un elemento clave en la vida política árabe, donde los movimientos que consiguen más respaldo popular son aquellos que buscan la cohesión social apelando a conceptos fuertes como la unidad nacional o religiosa. Por el contrario, los grupos que defienden la noción liberal occidental de la democracia (con un pensamiento político que gira en torno a la idea de la libertad individual) son mucho más minoritarios y suelen estar vinculados a las élites intelectuales y económicas urbanas.
Para combatir esta fractura entre el Estado y la sociedad, entre 1989 y 1991 algunos sectores del gobierno argelino intentaron introducir una serie de reformas económicas, políticas y jurídicas de carácter democrático: desde el multipartidismo a la aprobación de leyes que garantizaran la pluralidad y la independencia periodística... "Durante esos dos años, rememoró Salima Ghezali, se vivió uno de los periodos más intensos y esperanzadores de la historia reciente de Argelia, una experiencia de pluralismo social y político (inédita en el mundo árabe) que se había alcanzado sin necesidad de la intervención de Occidente". Incluso se impulsó un debate público -en el que participaron tanto islamistas, como bereberes, nacionalistas y grupos sociales de izquierda- para decidir la mejor forma de sacar adelante un proyecto colectivo de democratización del país. Sin embargo, en 1992, los sectores más conservadores del gobierno y del ejército, con la excusa de que había que acabar con las revueltas islamistas ("en las que el factor religioso se mezclaba siempre con reivindicaciones sociales y políticas", matizó Salima Ghezali) interrumpieron drásticamente este proceso de apertura política. En las elecciones legislativas de diciembre de 1991, El Frente Islámico de Salvación (FIS) -cuyos principales dirigentes habían sido detenidos seis meses antes- logró la mayoría absoluta, obteniendo el doble de votos que el oficialista Frente de Liberación Nacional (FLN). Pero el proceso electoral fue anulado, y se proclamó un gobierno interino presidido por Mohamed Boudiaf (un antiguo opositor del FLN) pero controlado completamente por el ejército. El 9 de febrero de 1992 se declaró el "estado de emergencia" y en marzo de ese mismo año se ilegalizó el FIS. Desde finales de los años 80, los servicios de seguridad argelinos ya habían utilizado medios poco ortodoxos para intentar frenar la expansión del movimiento islamista, asesinando a numerosos sospechosos y recurriendo sistemáticamente a las detenciones arbitrarias y a la tortura. Y eso que aún no se temía que los islamistas pudieran acceder al poder (y, por tanto, no había ninguna razón real para que el Estado se sintiera amenazado). Tras el autogolpe de enero de 1992, la situación se recrudeció, y el gobierno instauró un férreo control sobre los medios de comunicación, consiguiendo que sólo informaran de la violencia islamista. Una violencia que, según la explicación oficial (recogida y difundida ampliamente por la prensa occidental), se basaba en motivaciones teológicas (en una especie de interpretación delirante del Corán) y no en razones políticas. El fantasma del islamismo radical fue utilizado por los militares para quitar también de en medio a los sectores más reformadores y abiertos del gobierno. Entre 1992 y 1998, los militares crearon una temible maquinaria de tensión y represión que convirtió a Argelia en un país inseguro y desolado, con cerca de 200.000 muertos, millares de desaparecidos y de detenidos, pueblos enteros destrozados, un sistema de censura que impedía cualquier acercamiento crítico a las acciones del gobierno e incluso algunos campos de concentración clandestinos repartidos por diversas zonas del país. "Toda esa violencia, se lamentó Salima Ghezali, toda esa brutal represión, todas esas atrocidades sin sentido han afectado a millones de personas durante años, con el silencio (e indirectamente, la complicidad) de los países occidentales que siempre han sido fieles aliados políticos y económicos del poder argelino". De hecho, para Salima Ghezali, el Estado francés es el principal co-responsable de la tragedia argelina, pues en los últimos años ha apoyado sin reservas la acción represiva del gobierno contra los movimientos islamistas.
Y mientras ocurría todo esto, el poder argelino cerraba numerosos acuerdos de colaboración con países como Francia, Italia, España o EE.UU. Por todo ello, los argelinos sienten una mezcla de estupor e indignación ante el pragmatismo diplomático de los países occidentales que, a cambio de que sus inversiones en el país no se vean perjudicadas, han permitido la violación sistemática de los derechos humanos que ha llevado a cabo el poder argelino durante los últimos 12 años. Y esto que ha sucedido en Argelia es aplicable a otras muchas zonas del mundo árabe. "¿Cómo impedir entonces, se preguntó Salima Ghezali, que un joven argelino o jordano se ponga a cantar y a bailar cuando ve que una bomba ha matado a un soldado estadounidense en Irak? ¿Cómo impedir que piense que la única manera de que su muerte sirva para algo es llevándose a unos cuantos occidentales por delante? Poco o nada se podrá hacer contra el terrorismo islámico, mientras no se intente comprender (y evitar) esa indignación política, por mucho que se investigue con lupa el Corán". Salima Ghezali, cree que ahora estamos mucho más cerca de un auténtico "choque de civilizaciones" que hace siete años cuando Samuel Huntington publicó su influyente ensayo en el que aseguraba que la fuente fundamental de conflictos en el mundo posterior a la guerra fría no tendría raíces ideológicas o económicas, sino culturales y religiosas. En los países árabes, se viven constantemente situaciones políticas y económicas insoportables, y sus ciudadanos saben que pueden sufrir y morir en masa en cualquier momento, como ocurrió en Argelia entre 1997 y 1998, cuando se asesinaron pueblos enteros sin que nunca se haya podido realizar una investigación rigurosa sobre los verdaderos autores de esas masacres. "Tras los atentados del 11-S en Nueva York y del 11-M en Madrid, advirtió Salima Ghezali, los ciudadanos occidentales ya han empezado a ser conscientes de que eso también les puede pasar a ellos".
"Bouteflika, afirmó Salima Ghezali, representaba la apuesta política de la comunidad internacional para Argelia, y en su apoyo se diseñó una campaña de imagen que le presentaba como un hombre de paz que podría liderar la reconciliación del país y devolverle la ilusión a los argelinos". Esta campaña hizo creer a la opinión pública occidental que Bouteflika, se estaba enfrentando directamente a la cúpula militar argelina, partidaria del combate sin tregua contra los grupos islamistas. Pero, según Salima Ghezali, su proyecto de concordia nacional jamás se clarificó, y después de cinco años, su único efecto visible es el ex-carcelamiento de muchos militares y miembros de los servicios de seguridad que habían participado activamente en la represión, así como de algunos líderes terroristas que han quedado libre de cargos. "Ciertamente, precisó Salima Ghezali, ya no hay sangrientas matanzas indiscriminadas como las de 1997 y 1998, pero se ha entrado en una dinámica mafiosa en la que se suceden los asesinatos selectivos (de terroristas arrepentidos, de antiguos miembros de las milicias paramilitares...), las venganzas y los ajustes de cuenta". En la actualidad, Argelia vive una situación generalizada de corrupción social, política y económica, con mafias locales (en muchos casos vinculadas a las fuerzas de seguridad) que actúan de forma totalmente impune y una población que se siente abandonada y desamparada. A mediados de abril de 2001, tras el asesinato de un joven bereber en una comisaría se reabrió el conflicto de la Kabilia, causando de nuevo numerosas víctimas entre la población civil. Con la desestabilización de la Kabilia, el país norteafricano ha entrado en una situación de tensión regional que algunos autores describen como una "chechenización de Argelia", multiplicándose las revueltas y los conflictos regionales a lo largo de todo el territorio. En este contexto, el gobierno de Bouteflika sigue intentado legitimar su poder mediante el apoyo de numerosos dirigentes internacionales (Bush, Mohamed VI, Kofi Annan, Jacques Chirac...), pero su fractura con la sociedad es, a juicio de Salima Ghezali, cada vez más profunda. |