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Mesa de interlocución La voz sub-alterna: Latinoamérica. Participantes: Paulo Herkenhoff, Ana Longoni y Gustavo Buntinx. Moderación Teresa Velázquez

Imagen de la mesa de interlocución "La voz sub-alterna: Latinoamérica" (de izquierda a derecha: Teresa Velázquez, John Beverley, Ana Longoni, Gustavo Buntinx y Paulo Herkenhoff)En las dos últimas décadas, la expansión experimentada por el multiculturalismo y por una gestión cultural basada en la corrección política ha terminado legitimando un cosmopolitismo estético que banaliza la noción de diversidad cultural y neutraliza el potencial conflictivo de la alteridad. En este sentido, el artista mexicano Guillermo Gómez Peña ya advertía en 1995 que el paradigma multicultural se está convirtiendo en una "panacea institucional para gestionar la diferencia" y canalizar las prácticas antagonistas pues, bajo un discurso aparentemente integrador y progresista, permite que se profundice en la consolidación de la estructura de dominio que configuró el colonialismo. De hecho, a pesar de que en los países occidentales se han multiplicado las políticas de inspiración multicultural, las producciones estéticas procedentes de territorios periféricos (geográficos y simbólicos) siguen estando en una posición de subordinación en los circuitos artísticos internacionales.

Desde la convicción de que hay que desenmascarar los efectos "perversos" de este paradigma multicultural, en la conferencia que abrió la mesa de interlocución La voz subalterna: Latinoamérica, John Beverley, profesor del Departamento de Literatura de la Universidad de Pittsburg, analizó la posibilidad de desarrollar estrategias que permitan la articulación de formas de resistencia subalternas a través del arte y de la cultura. Según Beverley, los grupos subalternos, en su lucha contra el poder hegemónico, no deben asumir la lógica propia de las clases dominantes, pues entrarían en una dinámica maniquea que, en última instancia, sólo permite sustituir una hegemonía por otra. A su juicio, lo que se debe buscar es el modo de transferir la negatividad constitutiva de lo subalterno -cuya potencialidad reside en el hecho de que se constituye a partir de la desigualdad (no de la diferencia)- a los estamentos de la cultura dominante. Durante su intervención en el encuentro 10.000 francos de recompensa (el museo de arte contemporáneo vivo o muerto), John Beverley habló de dos propuestas artísticas recientes que han intentado ofrecer una representación de lo subalterno: la instalación Kuba, del artista turco Kutlug Ataman (que, bajo su punto de vista, "no altera ni daña las relaciones de dominio y subordinación"); y la película Caché, dirigida por el austriaco Michael Haneke, un filme que, en palabras de Beverley, "nos recuerda que muchos de los problemas que sufren actualmente las sociedades occidentales comenzaron a fraguarse en las guerras coloniales modernas".

Tras la conferencia de John Beverley, Paulo Herkenhoff, director de la XXIV Bienal de São Paulo y autor de ensayos como The Contemporary Art of Brazil: Theoretical Constructs (1993) o Louise Bourgeois, Architecture and High Heels (1996) advirtió que actualmente en Brasil las problemáticas ligadas a la cuestión de la subalternidad no sólo están provocadas por la "pervivencia de la estructura de dominio que configuró el colonialismo" y que reproduce (incluso amplifica) la globalización neoliberal. "También derivan", precisó, "de que Brasil es un país con una estructura social muy jerarquizada (donde, por ejemplo, el mundo del arte es un mundo casi exclusivamente de blancos) y, sobre todo, de la existencia de una especie de 'colonialismo interno' que se ha acrecentado en los últimos 25 años".

Paulo HerkenhoffEn este sentido, Paulo Herkenhoff recordó que el proceso de incorporación de la cultura brasileña a la modernidad se ha articulado en torno a la ciudad de São Paulo, dejando al margen a Río de Janeiro. Esto ha provocado una relación de dependencia muy similar a la que se establece entre una colonia y su metrópolis. Así, mientras Río de Janeiro exporta energía y mano de obra barata, São Paulo acapara la mayor parte de las inversiones en cultura y aloja las sedes centrales de las principales empresas y entidades bancarias que hay en Brasil. Según Herkenhoff, diversos proyectos expositivos que se han desarrollado en la península ibérica en los últimos años (como la muestra De la antropofagia a Brasilia. 1920/1950 -celebrada en el año 2000 en el Institut Valencià d'Art Modern- que exploraba la influencia de las vanguardias en la escena artística brasileña de la primera mitad del siglo XX,) han contribuido a difundir un discurso histórico que legitima este "colonialismo interno".

Paulo Herkenhoff puso algunos ejemplos que reflejan la posición de subordinación que sigue ocupando el arte brasileño en los circuitos artísticos internacionales. Una subordinación que a su juicio se refleja tanto en el hecho de que en una exposición celebrada en Frankfurt en torno a la relación entre el arte y la música durante el siglo XX no se incluyera ninguna obra de Hélio Oiticica como en el desconocimiento que a nivel internacional se tiene del trabajo teórico que han realizando críticos como Mario Pedrosa, Ferreira Gullar o Haroldo de Campos. "Tres autores", puntualizó Herkenhoff, "que, desde diferentes enfoques conceptuales y metodológicos, han investigado la posibilidad de que los países subalternos o periféricos desarrollen sus propios modelos de producción cultural".

En opinión de Paulo Herkenhoff, la pervivencia de esta lógica colonialista también se detecta cuando se analizan las conexiones entre el neoconcretismo brasileño y el minimalismo norteamericano. En este sentido, el autor de Louise Bourgeois, Architecture and High Heels recordó que la mayor parte de los comisarios y críticos que en una exposición de Frank Stella en el Museo de Arte Moderno de Nueva York-MoMA comprobaron que su serie The Marriage of Reason and Squalor tenía muchas similitudes con unos grabados que había realizado la brasileña Lygia Pape con anterioridad, aseguraron que se trataba de una casualidad que no le quitaba ningún valor a la propuesta del pintor estadounidense. "Esto no lo habrían dicho si hubiera sido al revés", aseguró Herkenhoff que incluso ha acuñado una expresión para describir este tipo de reacciones: la Ley de Lygia Pape. "Según esta ley", explicó , "si un artista de un país subalterno hace algo después que un creador de un país central, se considerará derivativo; pero si ocurre al revés, el artista metropolitano siempre tendrá el beneficio de la duda: no lo sabía o no lo conocía".

Esta ley está íntimamente relacionada con otra que Paulo Herkenhoff denomina la Ley de Noviembre ("cuyo nombre deriva de que la revista October tarda un mes en llegar a Brasil"), a saber: en los países periféricos sólo se valorará la obra de un creador local después de que ésta haya obtenido éxito en los circuitos artísticos internacionales ("es decir, haya sido avalada por la revista October"). Según Herkenhoff, la escasa atención que la crítica internacional le prestó al movimiento neoconcreto brasileño en su gestación y desarrollo inicial, propició una rápida degradación de éste que incluso a finales de los años sesenta fue utilizado por la dictadura que encontró en el escultor Sérgio Camargo a un "concretista a su medida".

En la fase final de su intervención en la mesa de interlocución La voz subalterna: Latinoamérica, Paolo Herkenhoff hizo referencia a algunos artistas latinoamericanos que le interesan porque "son capaces de transformar al otro en sujeto". Entre los más veteranos, destacó a la fotógrafa Claudia Andújar que ha realizado un trabajo sobre los indios yanomamis en el que, a la vez que explora su mundo afectivo y cosmológico, denuncia que la expansión de la lógica capitalista está provocando un genocidio silencioso de esta etnia. Entre los más jóvenes, resaltó a Ernesto Salmerón, un artista nicaragüense que en un proyecto titulado Auras de guerra ha colaborado con dos antiguos adversarios -uno sandinista y otro de la contra- de la guerra civil que azotó Nicaragua durante los años ochenta. Junto a ellos, Salmerón trasladó desde Managua hasta la sede en El Salvador de la V Bienal de Artes Visuales del Istmo Centroamericano un muro en el que había una silueta desdibujada de Augusto César Sandino. "Me interesa mucho este proyecto", concluyó Paulo Herkenhoff, "porque plantea una reflexión muy sugerente sobre 'cómo podemos vivir juntos' que ha sido el lema central de la última edición de la Bienal de São Paulo".

Ana Longoni, profesora en la Universidad de Buenos Aires y editora de las revistas Ramona y Ojos crueles, inició su intervención en el encuentro 10.000 francos de recompensa (el museo de arte contemporáneo vivo o muerto) señalando que en la Argentina de las últimas décadas, la compleja y contradictoria relación entre arte y subalternidad (o, más concretamente, entre iniciativas activistas, movimientos sociales e instituciones artísticas) se ha articulado, al menos, de tres maneras distintas.

Ana LongoniPor un lado, se ha reproducido el proceso experimentado por las vanguardias históricas cuyo gesto antiartístico fue finalmente asimilado por la Institución Arte e incorporado a los espacios museísticos. Un ejemplo paradigmático de este proceso sería el que se ha producido en torno a la experiencia de Tucumán Arde, nombre con el que se conoce el conjunto de acciones que realizó en 1968 un grupo de artistas argentinos para denunciar las pésimas condiciones de vida que sufrían los trabajadores agrarios de la provincia de Tucumán. "La recuperación museística de este proyecto", señaló Longoni, "conlleva un riesgo evidente de estetización y descontextualización pero, a la vez, propicia la reactivación y puesta en discusión de un legado crítico que hasta no hace mucho había quedado marginado de la historia del arte".

Por otro lado, se ha generado un tránsito del arte a la política, de modo que los movimientos sociales han asumido y desarrollado ciertas iniciativas que se nutren de los saberes específicos de la producción estética. Un ejemplo claro sería la práctica artístico-política del "siluetazo" que consiste en pegar carteles en los que se ha trazado la forma de un cuerpo a escala natural para denunciar la desaparición de miles de personas durante la dictadura militar. El origen de esta práctica está en una iniciativa de tres artistas visuales para la III Marcha de la Resistencia en Plaza de Mayo celebrada en septiembre de 1983, convirtiéndose a partir de entonces en un recurso visual "público" que se expandió de forma espontánea. "El siluetazo", subrayó Ana Longoni, "representa uno de esos momentos excepcionales de la historia del arte en los que una iniciativa artística coincide con una demanda de los movimientos sociales que toma cuerpo por el impulso de la multitud".

Dos décadas después se sigue recurriendo con frecuencia a estas siluetas. Por ejemplo, cuando en el año 2004 la Escuela Mecánica de la Armada (donde se ubicó el mayor campo de concentración de la dictadura) se transformó en un museo de la memoria gestionado por diversos organismos de derechos humanos, éstos decidieron invitar a distintos artistas a que instalaran en el entorno del edificio sus propias versiones del siluetazo. El resultado fue, en opinión de Ana Longoni, "un conjunto de siluetas con firmas de autor" que carecían del potencial político que tenían las originales. "Pues dicho potencial", precisó, "radicaba en la realización anónima, colectiva y espontánea de las siluetas". Mucho más interesante fue, a su juicio, la versión del siluetazo que propuso Javier del Olmo -integrante del colectivo Arde! Arte- para una exposición en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires, en la que introducía dentro de las siluetas etiquetas selladas con los nombres de las víctimas de la represión policial durante la democracia (logrando vincular la práctica del siluetazo con el presente). "Todo esto nos conduce", señaló Ana Longoni, "a una primera conclusión: ni la convocatoria desde un movimiento social garantiza la vitalidad de una práctica, ni su ingreso en un espacio museístico supone necesariamente su partida de defunción".

En los últimos años también se ha producido el proceso inverso, es decir, un tránsito de la política al arte, de modo que ciertas prácticas militantes como el escrache -una modalidad de protesta callejera concebida en 1996 por HIJOS (agrupación que reúne a descendientes de desaparecidos durante la dictadura)- han entrado en los espacios museísticos. El escrache, cuyo nombre deriva del término "escrachar" (que en la jerga rioplatense significa "señalar", "sacar a la luz"), es una forma de acción colectiva con la que se intenta denunciar la impunidad de los crímenes de la dictadura argentina. Para ello se organizan acciones callejeras que señalan los lugares en los que viven y/o trabajan algunos de los responsables directos de los miles de secuestros, desapariciones y asesinatos que se cometieron durante aquellos años.

En los escraches han colaborado activamente dos grupos artísticos: el GAC (Grupo de Arte Callejero), que se ha encargado de generar la gráfica de estas acciones; y Etcétera, que ha concebido las performances teatrales que se han escenificado en muchas de estas manifestaciones. Hasta diciembre de 2001, las propuestas para los escraches de estos dos colectivos fueron completamente invisibles como "acciones de arte", pero a partir de esa fecha simbólica -que se asocia a la insurrección popular que logró expulsar al presidente Fernando de la Rúa e hizo que activistas, intelectuales y artistas de todo el planeta vieran en Argentina una especie de novedoso laboratorio social y cultural- se incluyeron en múltiples proyectos expositivos (entre otros, en la Bienal de Venecia).

Asumiendo que este tránsito del escrache (y, por extensión, de cualquier modalidad de acción callejera) al museo conlleva numerosos riesgos -desde la "neutralización políticamente correcta de su condición política radical" a la conversión en objetos de arte y/o en piezas de una colección de sus restos materiales-, Ana Longoni considera que también puede tener algunas consecuencias positivas. Por un lado, le da una visibilidad internacional, conectando los escraches con otras experiencias similares. Por otro lado, proporciona a los colectivos que los organizan recursos (tanto económicos como de otra índole) que fortalecen su trabajo fuera del museo. Y, finalmente, puede ayudar a que quienes se han implicado en esta lucha contra la impunidad de los crímenes de la dictadura gocen de mayor protección ante posibles acciones represivas. "Algo que, por el momento, no ha ocurrido", advirtió Ana Longoni que denunció que un escrache realizado recientemente en la ciudad de La Plata fue duramente reprimido por la policía.

En la fase final de su intervención, Ana Longoni señaló que este tipo de iniciativas artístico-políticas ("que pretenden incidir en la transformación de las condiciones de existencia") nos obligan a repensar la noción del arte como esfera autónoma, al tiempo que nos muestran que no tiene sentido establecer líneas divisorias tajantes entre prácticas subalternas y cultura dominante. Por ello, Longoni cree que no debe desacreditarse automáticamente la opción de llevar una práctica política antagonista al espacio museístico. Pues esa opción, concluyó, "más que incoherencia, oportunismo o irreflexión, puede denotar en ciertos casos capacidad política para apostar por instalar un dispositivo crítico en donde éste pueda interpelar a nuevos espectadores".

"Vivo o muerto, el museo de arte contemporáneo se mantiene para determinados contextos como un objeto de deseo", advirtió Gustavo Buntinx en el inicio de su intervención en la mesa de interlocución La voz subalterna: Latinoamérica. A su juicio, el hecho de que países como Perú carezcan de un museo de arte moderno o contemporáneo tiene que ver con un profundo vacío social e ideológico que comenzó a gestarse durante la colonización y que la globalización neoliberal ha exacerbado. "No hay que olvidar", explicó, "que lo global como fantasía recurrente y compensatoria es, desde hace tiempo, un rasgo de subjetividad neo-colonial habitual entre ciertas élites de la América llamada Latina". Estas élites se ven afectadas por lo que podría describirse como un "síndrome de occidentalidad marginal", pues se perciben a sí mismas como "integrantes periféricos de una supuesta civilización imperial o cosmopolita" que, sin embargo, sólo las asume de manera subordinada y parcial.

Gustavo Buntinx, historiador, crítico de arte y comisario de exposiciones como Mallki: La exhumación simbólica del arte peruano (1980-2000) o Carne viva: Partes de guerra (1980-2003), considera que las expresiones más significativas de este síndrome se dan en "países ultraperiféricos" como Perú, pues en ellos no hay posibilidad material de mimetizar los modelos museísticos cosmopolitas que exporta el poder global. "En estos países", señaló, "lo que se globaliza no es el museo, sino sus deseos y efectos. El efecto museal sin el museo. Una fantasía compensatoria lograda mediante la ritualización de sucedáneos y fragmentos".

El primer intento de crear en Perú un museo de arte moderno se produjo en los años cincuenta del siglo pasado, cuando se fundó el Instituto de Arte Contemporáneo (IAC). El proyecto nunca llegó a fructificar y en 1974 el IAC tuvo que cerrar sus puertas. Seis años después, con el regreso al poder de Fernando Belaúnde, el Estado peruano retomó la iniciativa de crear un museo dedicado al arte contemporáneo y desde entonces se ha anunciado al menos en tres ocasiones la inminente construcción de unas instalaciones que lo alojarían. "A día de hoy", señaló Gustavo Buntinx, "el proyecto sigue paralizado, sumido en una fijación arquitectónica que podríamos interpretar como elocuente manifestación modernista (no moderna) del síndrome de occidentalidad marginal".

Gustavo BuntinxFrente a este "vacío museal" que genera el intento de reproducir un modelo museístico cosmopolita inviable en un país "ultraperiférico" como Perú, han surgido algunos proyectos que tratan de definir un espacio cultural autónomo que vincule a los sectores medios e intelectuales más inconformistas con lo popular y lo subalterno. Un ejemplo son las actividades desarrolladas por el colectivo E.P.S Huayco que en mayo de 1980 organizó una exposición titulada Arte al paso que, en palabras de Buntinx, "fue la expresión más plenamente articulada de un arte político (identificado con las extremidades de cierta utopía socialista) que apostaba por propiciar una alianza estratégica entre sectores medios radicalizados y los grandes grupos de migrantes mestizos que habitan Lima y otras ciudades de Perú". Una de las piezas incluidas en esta muestra era un grabado de Mariela Zevallos que reproducía una calcomanía publicitaria en la que se representaba el interior de un microbús limeño donde una joven exuberante rogaba a los demás pasajeros que cerraran despacio la puerta para no interferir en la audición de su emisora favorita. El mensaje publicitario de la calcomanía original había sido sustituido por un lema insólito: "¡Bajan en el Museo de Arte Moderno!".

"La frase desconcierta", explicó Gustavo Buntinx, "no sólo por la inexistencia de un museo de esas características en Perú, sino por el contexto inusual en el que es pronunciada". En este sentido, Buntinx cree que la exposición Arte al paso no sólo reclamaba la creación de un dispositivo institucional que apoyara las manifestaciones visuales contemporáneas, sino que también denunciaba la "colonizada noción de lo moderno" que seguía (y sigue) predominando en los círculos artísticos peruanos. A su juicio, la muestra planteaba la necesidad de superar la dicotomía entre tradición y modernidad, para configurar una "postmodernidad propia" que se nutriera del "bullente universo cultural" que están generado las nuevas clases populares urbanas de América Latina. Un universo en el que la visualidad masiva se combina con técnicas burdamente artesanales y que se caracteriza por un "sincretismo violento" que, según Gustavo Buntinx, el colectivo E.P.S. Huayco asumió "como matriz operativa para la incorporación de estrategias discursivas cosmopolitas en función de referentes y necesidades locales".

Inspirándose en la experiencia de este colectivo, a mediados de los años ochenta Gustavo Buntinx y otros intelectuales peruanos pusieron en marcha el proyecto Micromuseo ("al fondo hay sitio") que, además de construir una de las colecciones de arte crítico más importante de Perú, ha desarrollado una importante labor expositiva, documental y editorial. "Micromuseo", explicó Gustavo Buntinx, "se constituye como el boceto de una musealidad utópica pero viable para un país sin musealidad de ningún tipo en lo que a la plástica se refiere". No tiene una ubicación única, sino que cambia continuamente de sede para adaptarse a las características de las actividades que desarrolla. No se concibe como una finalidad sino como un medio, como un catalizador de diversos proyectos que se dirigen a una gran variedad de públicos.

Es un museo ambulante que, como los microbuses limeños de los que toma el nombre y el lema, no tiene director ni administrador pero sí "chóferes y cobradores, paradas oficiales y otras clandestinas, unidades legales y otras piratas". A diferencia del ambicioso proyecto museístico del Instituto de Arte Contemporáneo que nunca ha llegado a materializarse, este museo no tiene una vocación universal, sino que se afirma en lo inmediato y en lo local. Su objetivo es convertirse en una "institución pertinente y viva" que proponga una "musealidad promiscua y mestiza" en la que las obras artísticas se mezclen con productos masivos, objetos reciclados y manifestaciones expresivas populares, permitiendo que lo subalterno aparezca "no como representación imaginaria, sino como irrupción, como interrupción fáctica en el discurso".